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Educación y cultura, la corrupción y la violencia
U

na reforma educativa que atienda al mandato constitucional de promover el desarrollo armónico de todas las facultades del ser humano implica, entre otras cosas, tomar en cuenta los condicionantes que impone la realidad cultural circundante. Me he referido al debilitamiento del uso y del cultivo de la palabra, en particular de la palabra escrita (La Jornada, 24/01/19).

Otro elemento del contexto cultural que no puede ignorarse es el hundimiento de valores morales que se manifiesta en dos fenómenos sociales de extrema gravedad: la corrupción y la violencia. Estudiantes y maestros viven hoy en un ambiente social en el que tienen una fuerte presencia estos azotes. Corrupción que se origina en un sistema para el cual los seres humanos no son sino mercaderes, mercancía o basura, y en el cual la ética está explícita y cínicamente expulsada de la economía y de la política; y violencia que es resultado de esta degradación moral.

No pocas veces se afirma que es la escuela quien ha de combatir de esos males sociales. Y por supuesto puede contribuir a ello, pero esto implica, antes que nada, la revisión honesta y crítica de lo que ocurre en el sistema escolar mismo.

Una manzana, en el escritorio de un maestro, es una imagen ambigua, frecuente cuando se pretende hacer referencia gráfica a la educación escolar. Otra imagen socorrida es, por ejemplo, la de un niño, plantado en un rincón, con humillantes orejas de burro. Estas imágenes dicen más que mil palabras y de manera muchas veces inadvertida, ejemplifican dos lacras –la corrupción y la deshumanización– propias de la escuela tradicional, y muestran que no pocas personas piensan que así debe ser.

Por fortuna, son muchos los espacios escolares en los que no tiene cabida la compra de favores y tampoco la impiedad. Pero la corrupción y la deshumanización que aquejan a la sociedad entera empiezan no pocas veces en la escuela tradicional. La corrupción de la educación y de la niñez se hacen presente desde que el salón de clase es convertido en un espacio de intercambios, en un mercado: “si haces esto (una tarea, un acto de obediencia, o algún otro encargo) yo te doy esto otro (una buena nota, un premio, una distinción), o un castigo, incluso por un error involuntario,

Igual que en el mercado, en el salón de clase se entroniza la competencia como norma de relación entre los estudiantes. Sólo puede haber un primer lugar en la lista de reconocimientos, y si hay premios materiales, el desempeño determina su distribución. La competencia entre los estudiantes mismos y el régimen disciplinario sustentado en premios y castigos son las lecciones tempranas, cotidianas y vivas de ética que reciben los estudiantes. ¿Podrá servir de algo un cursito de civismo?

La fuerte relación causal entre competencia y violencia es una experiencia muy frecuente. Véase cómo una cordial fiestecita infantil puede convertirse en un campo de batalla cuando se introducen juegos de rivalidad. Ni qué decir de los combates campales que protagonizan cada vez con más frecuencia los jugadores y sus seguidores en las contiendas deportivas, y algunas de éstas ligadas precisamente a instituciones escolares (por ejemplo burros contra pumas, ¡hágame el favor!).

No puede extrañarnos, pues, la presencia patológica de la violencia escolar y el que se haya inventado un término específico para señalarla ( bulling). Obviamente no podrá solucionarse este problema sin atender sus causas, entre las cuales sin duda está la violencia institucional señalada en párrafos anteriores, mucho menos podrá resolverse añadiendo más castigos.

A muy temprana edad los niños experimentan otras formas de violencia. Por ejemplo, cuando son sometidos a reglamentos rígidos, como el silencio impuesto en el aula y otros espacios, y cuando son obligados a realizar actividades para las cuales no han sido motivados, o trabajos escolares sin explicación alguna de su valor. Pero la verdadera naturaleza humana se manifiesta en incontables maestros que rechazan estos procederes atávicos y se constituyen en apoyos efectivos (y afectivos) de los niños y jóvenes.

Disciplinar a los niños y jóvenes se considera una función natural de la escuela, a pesar de las evidencias de sus trágicos resultados. Esto lo han analizado ya críticamente diversos autores y pensadores notables. Como ejemplo, en nuestro país, hace más de 150 años Ignacio Manuel Altamirano, y más recientemente Iván Illich; en otros lares Michell Foucault y Paulo Freire. Sin embargo, son asuntos que las mal llamadas reformas educativas ignoran por completo. Conducidas por criterios puramente económicos, se ocupan sólo de cuestiones administrativas, entre ellas una equidad mal entendida.

La reforma educativa urgente, que atienda los retos culturales y éticos del presente implicaría, entre otras, las siguientes disposiciones:

1. Hacer de la escuela un espacio de expresión (libre, verbal, artística), no de silencio impuesto.

2. Aplicar como regla de comportamiento la cooperación y excluir la competencia y la rivalidad.

3. Reconocer al error como vía del aprendizaje, en vez de castigarlo.

4. Fomentar la motivación intrínseca en vez de la extrínseca, y por tanto prohibir las calificaciones, los premios, los castigos, los concursos y las distinciones (y las humillaciones).

5. Eliminar la confusión ideológica e injusta de logros con méritos para propiciar la equidad efectiva.