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La rebelión revelada
C

ada nuevo libro de Antonio Turok es un acontecimiento fotográfico. Nos confirma que nada se parece más a la realidad que la realidad misma, con toda su belleza, su dolor, su intensidad y su locura. La fiesta y la rebelión (Era, México, 2018) deja lo temático a los ciclos, y los incluye. Puede verse como un álbum de Grandes Éxitos. De sus primeras llegadas a Chiapas hasta el Nueva York de las Torres Gemelas el 11 de septiembre y la locura tonta de la era Trump. Volvemos a las sagas de Nicaragua, El Salvador y el levantamiento zapatista, al éxodo de mayas guatemaltecos que vinieron a sobrevivir a nuestro sureste. Las guerras y sus huellas. Menos conocidas, por recientes (son fotos de las que crecen con el tiempo), encontramos poderosas estampas del furor rebelde en Oaxaca en 2006 y la bizarra frontera cotidiana del norte.

Las escenas chiapanecas de los Altos, la selva Lacandona y los linderos con Guatemala las hemos conocido en diversas manifestaciones: revistas, libros, periódicos y, muy peculiarmente, tarjetas postales. Por años, las postales de Turok y algunos otros (José Ángel Rodríguez, Fabián Ontiveros, Vicente Kramsky, Getrude Duby, Marcey Jacobson) fueron, siguen siendo, una ventana digna para que los millares de visitantes en San Cristóbal de Las Casas vean la realidad un poco más de cerca. Aunque esa realidad, como todo, se haya hecho vieja; las estampas ya son vintage.

Turok pertenece a una brillante generación de fotógrafos documentales (como generación, quizá la más brillante de todas) fogueados en el periodismo que a partir de los años 80 nos pusieron en las primeras barricadas de la Historia con tino artístico: Marco Antonio Cruz, Pedro Valtierra, Elsa Medina, Francisco Mata, Fabrizio León, Pablo Ortiz Monasterio, Heriberto Rodríguez, el mencionado José Ángel, y mejor no le sigo porque me quedaría corto y se van a ofender los que falten.

Suya es La Imagen del alzamiento zapatista. Envidiable portada de Proceso: un insurgente, con el rostro descubierto, apunta su rifle a la cámara y mira fijamente al fotógrafo. Atrás, un destacamento de combatientes marcha por el centro de San Cristóbal el primero de enero de 1994. Otras fotos suyas también son parte de la galería canónica de esa revuelta: Marcos en el bosque durante la primera entrevista de prensa, la miliciana muy campesina con su arma y el paliacate en la cara, las mujeres y los niños de Prado Pacayal desplazados y en resistencia (1995).

El fuego de las armas lo fue a encontrar en las guerras centroamericanas. Su registro de la guerra Contra en Nicaragua es, con el dramático ciclo de la victoria sandinista de Pedro Valtierra y las imágenes de Susan Meiselas, central para la memoria de aquella revolución hoy traicionada. El fuego a secas lo venimos a encontrar en las aguerridas escenas de la revuelta popular oaxaqueña, el reto, la barricada, los muertos. Son las fotos más violentas de Turok, las más exaltadas: fiesta y rebelión.

El volumen es generoso y sin embargo insuficiente. Uno echa de menos materiales que no han dejado la memoria. Lujo especial son los comentaristas. El testimonio de Blanche Petrich, compañera de aventura (viajes, penurias, estremecimientos periodísticos) es precioso para conocer los pasos de Antonio. Quién como ella, que lo vio ver en las duras. Ella sabe lo que es ver a Turok meterse en la mirada de la gente y sacarle el brillo, y también le conoce el arrojo para ponerse donde los acontecimientos queman. Se suman los poetas David Huerta y Coral Bracho, altamente sensibles a la alquimia de los hechos que despliega el artista para nosotros. Resultan imprescindibles los registros de Eduardo Vázquez Martín sobre los ciclos de Nicaragua y Chiapas, el de Juan Villoro en Mexamérica; María Cortina nos trae un imperdonable episodio de la guerra en El Salvador y Ana Emilia Felkner pone sus pasos en perspectiva durante el fin del silencio en Chiapas.

El conjunto crea un retrato muy completo. La galería misma puede ser interpretada como un autorretrato, no de cómo se ve Turok sino de cómo la ve y la ha visto en sus décadas de intromisión irreverente y certera. Para cerrar, quedémonos con el retrato del joven que va morir y frente al pelotón de fusilamiento mira sin esperanza a la cámara. O al menos así lo interpreta un poema de Coral Bracho y fija el instante terrible en su justo exceso. Nada detiene a la muerte.