a derrota política de la primera ministra Teresa May, por el rechazo de siete de cada 10 miembros del Parlamento a su acuerdo con la Unión Europea sobre la salida británica –la más abumadora en la historia para un partido en el gobierno– trastocó todavía más el accidentado proceso que debería culminar, antes del 29 de marzo próximo, con algún tipo de arreglo. Abrió un paréntesis para emprender una serie de acciones sucesivas, cuyo alcance y secuencia nadie parecía tener en claro –ni en Londres, Edimburgo y Belfast; ni en Bruselas y las capitales de los veintisiete. Es difícil atribuir alguna posibilidad de éxito a la primera de esas acciones, orientada a que May defina un Plan B
, con las reformas mínimas necesarias para que el acuerdo fuese aceptado en los Comunes y consiguiese también la aprobación de Bruselas y los estados de la UE, todo esto en el perentorio término de 10 semanas. Al constatar que este objetivo es en efecto inalcanzable, se podría negociar la ampliación a más de dos años del plazo del artículo 50 del Tratado de Lisboa, de modo que la fecha de salida se posponga –quizá hasta el fin del año, como algunos han sugerido. Diferir el divorcio traería otros inconvenientes. Entre ellos el de elegir a mediados de 2019 un Parlamento Europeo sin eurodiputados británicos en un momento en que el Reino Unido aún no habría completado su proceso de salida. Si se llega al plazo de 29 de marzo sin un acuerdo de retiro aceptado por todos y sin haber diferido la fecha de salida sobrevendría la catástrofe. In extremis, el gobierno británico podría convocar un segundo referendo, esta vez para el NO Brexit –a pesar de que, según indicó May, tal opción no tendría respaldo parlamentario suficiente, aunque han crecido, en número y calidad, las voces que la apoyan.
El Plan B de la señora May, delineado ante los Comunes el 21 de enero, fue un fiasco repetido. Apenas distinguible del acuerdo rechazado unos días antes, no contuvo los elementos que lo hiciesen mínimamente aceptable para los partidarios acérrimos del Brexit, en las propias filas conservadoras, ni para los que desean evitar el elevadísimo costo de una salida sin acuerdo ni salvaguarda. May siguió empeñada en no comprometerse contra una salida estrepitosa y en evitar, de hecho, una moción al respecto. Muchos recordaron que el abandono de la UE tuvo un apoyo sumamente débil: el de 52 de cada 100 votantes y el de 37 de cada 100 electores. Tal respaldo fue en buena medida producto de una campaña tramposa, llena de falsas promesas. Casi ninguna se reflejó en el acuerdo de retiro, rechazado –como ya se dijo– por siete de cada 10 parlamentarios. Si May encuentra, en una o dos semanas, que su Plan B concita apoyo suficiente –algo muy poco probable– lo llevará a Bruselas y a las otras capitales europeas, donde, incluso por cansancio, encontrará muy escasa simpatía para continuar un ejercicio desgastante, sin final aparente.
Llama la atención que uno de los asuntos sustantivos que May se propone modificar en caso de que se reabra el acuerdo de retiro sea, quizá, el más controvertido: el baluarte irlandés
(Irish backstop). Para mantener una frontera blanda
, sin aduana ni control migratorio, entre Irlanda e Irlanda del Norte, cuando sólo la primera pertenezca al mercado único y a la unión aduanera, se acordó establecer por el tiempo necesario una suerte de red de seguridad
entrambas, que proteja la cooperación transfronteriza, la integración de la economía de toda la isla y los acuerdos de paz. Para la UE, el backstop significa que la unión aduanera, diversas regulaciones del mercado único y el IVA europeo seguirían aplicándose en Irlanda del Norte, en tanto no se llegue a acuerdos definitivos. Para Londres, se trataría más bien de extender el periodo de transición por unos años después de 2020. La primera ministra ofreció replantear el tema y obtener alguna reforma. Es asunto de supervivencia para su gobierno, que depende del apoyo del DUP (el partido unionista de Irlanda del Norte) para su mayoría parlamentaria. Pero hay algo más en juego: en Irlanda se han vuelto a escuchar voces en favor de la reunificación de la isla: un vocero del partido Sinn Féin declaró que “ Brexit constituye una oportunidad estratégica, que debe ser aprovechada, para poner fin a la partición de Irlanda” (The Independent, 21/01/19).
La dura deriva del Brexit, desde el malhadado referendo de 2016 hasta la incierta situación actual, refleja la dificultad misma de cualquier ejercicio de salida de un país de la Unión Europea. Como recordó The Economist, Pascal Lamy, ex comisionado europeo y antiguo director de la OMC, lo comparó con el intento de extraer de una omelet un huevo usado al prepararla. Refleja también, quizá en mayor medida, la arrogancia, torpeza, descuido e improvisación con que el gobierno conservador condujo la negociación, dentro de su propio país y con los gobiernos y autoridades de la Unión Europea.