Domingo 20 de enero de 2019, p. a12
En el primer volumen de La muerte del comendador, apuntan los editores, “dejamos al protagonista deseoso de saber qué se oculta detrás del cuadro titulado La muerte del comendador. También ha aprendido a convivir con los extraños personajes y objetos que lo envuelven desde que se instaló en la casa en las montañas… ¿Qué le ocurrió en el pasado al autor del cuadro? ¿Quién es el hombre sin rostro? En este segundo libro, de ritmo acelerado y lleno de suspense, las incógnitas sembradas en el anterior volumen van desvelándose y encajan en el lugar que deben ocupar para que el lienzo entero cobre entero sentido”.
Con autorización de Tusquets Editores, damos a conocer a los lectores de La Jornada este adelanto del nuevo libro de Haruki Murakami
Libro 2: metáfora cambiante
Me gustan tanto las cosas que se ven como las que no se ven
El domingo también hizo un día espléndido, apenas soplaba el viento y bajo el resplandeciente sol otoñal brillaban las hojas multicolores de los árboles. Unos pajarillos de pecho blanco volaban de rama en rama y picoteaban certeros los frutos rojos del bosque. Me senté en la terraza y me deleité en la contemplación del paisaje. El esplendor de la naturaleza se ofrecía por igual a ricos y pobres, sin hacer distinciones. Como el tiempo... No, tal vez el tiempo no. Quizá la gente rica tiene la opción de comprar tiempo con su dinero.
A las diez en punto apareció por la cuesta el Toyota Prius azul claro. Shoko Akikawa llevaba un fino jersey beige de cuello vuelto y unos pantalones estrechos de algodón de color verde claro. Lucía una modesta cadena de oro. Su peinado era casi perfecto, como la semana anterior, y cuando movía la cabeza, dejaba al descubierto su elegante cuello. Llevaba un bolso de ante colgado en bandolera y unos zapatos marrones tipo náutico. Vestía de manera sencilla, pero se notaba que cuidaba todos los detalles. Sin duda, tenía el pecho bonito y, según la información de carácter íntimo aportada por su sobrina, no se ponía relleno en el sujetador. Sus pechos me atraían, aunque solo fuera desde una perspectiva puramente estética.
Marie Akikawa, por su parte, vestía ropa informal distinta a la del día anterior: unos vaqueros rectos gastados y zapatillas Converse blancas. Los pantalones tenían unos cuantos agujeros (hechos a propósito, obviamente). Llevaba un cortavientos ligero de color gris sobre los hombros y una gruesa camisa de cuadros como de leñador. Al igual que la semana anterior, en su pecho no se notaba ninguna redondez y tenía la misma cara de mal humor, como la de un gato al que le han retirado el plato antes de que terminara de comer.
Preparé té y lo serví en el salón. Les mostré los tres bocetos que había hecho el domingo anterior. A Shoko parecieron gustarle.
–Producen una impresión muy viva –dijo–. Reflejan a Marie mejor que una foto.
–¿Me los vas a dar? –preguntó Marie.
–Por supuesto –contesté–, pero cuando termine el cuadro. Quizá los necesite hasta entonces.
–¡Marie! –exclamó su tía con un gesto de preocupación–. ¿Qué dices? ¿De verdad no le importa?
–No, no me importa. Una vez terminado el retrato ya no me harán falta.
–¿Los usas como referencia? –me preguntó Marie. Negué con la cabeza.
–No. Digamos que los he pintado para entenderte de una forma tridimensional. Sobre el lienzo pintaré algo distinto, creo.
–¿Ya tienes en la cabeza la imagen que vas a pintar?
–No, todavía no. A partir de ahora vamos a pensar en ella juntos.
–¿Necesitas entenderme de forma tridimensional?
–Sí –respondí–. Un lienzo es una superficie plana, pero un retrato debe estar pintado en tres dimensiones. ¿Lo entiendes?
Marie puso cara de extrañeza. Supuse que, al oír la palabra tridimensional, había pensado en la redondez de su pecho. De hecho, lanzó una mirada furtiva al de su tía, que describía una hermosa curva bajo su fino jersey. Después me miró a la cara.
–¿Qué hay que hacer para dibujar así de bien?
–¿Te refieres al boceto?
Marie asintió.
–Sí, al boceto, a los croquis.
–Practicar. Cuanto más se practica, mejor salen las cosas.
–Pues a mí me parece que mucha gente no mejora nada por mucho que practique.
No le faltaba razón. Había estudiado en la Facultad de Bellas Artes y muchos de mis compañeros no mejoraban en absoluto por mucho que practicasen. Aunque uno se empeñe, lo que de verdad cuenta son nuestras habilidades naturales. Pero si empezaba a hablar de eso, la conversación terminaría por írseme de las manos y no acabaría nunca.
–Eso no significa que no haga falta practicar. Hay talentos y cualidades que solo emergen cuando uno practica.
Shoko asintió con cierto entusiasmo al escuchar mis palabras. Marie, por su parte, se limitó a torcer un poco la boca, como si dudase de lo que le decía.
–Quieres mejorar tus dibujos, ¿verdad? –le pregunté.
Marie asintió de nuevo inclinando la cabeza.
–Me gustan tanto las cosas que se ven como las que no se ven.
La miré a los ojos, brillaban de una forma especial. No entendí a qué se refería, pero, más que sus palabras, me llamó la atención el brillo de sus ojos.
–Qué cosas más extrañas dices –intervino Shoko–. Parece un acertijo.
Marie no contestó. Se limitó a contemplar sus manos en silencio, y cuando levantó la cara, ya había desaparecido ese brillo especial de sus ojos. Apenas había durado un instante.
Marie y yo nos metimos en el estudio. Shoko sacó de su bolso el mismo libro grueso en edición de bolsillo de la semana anterior (pensé que era el mismo por el aspecto) y enseguida se acomodó en el sofá para empezar a leer. Parecía entusiasmada y me intrigaba saber qué libro era, pero me contuve y no se lo pregunté.
Marie y yo nos sentamos uno de cara al otro a unos dos metros de distancia, como habíamos hecho una semana antes. En esta ocasión, sin embargo, tenía delante de mí un caballete con un lienzo, si bien aún no había cogido ningún pincel ni ningún tubo de pintura.
Fragmento del libro La muerte del comendador. Libro 2 del autor Haruki Murakami (Tusquets) © 2019. Traducción: Fernando Cordobés y Yoko Ogihara. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México