ada país tiene su manera de honrar a sus muertos. Según su cultura y sus tradiciones, cristianos, musulmanes, budistas o ateos siguen ritos particulares y diferentes. En nuestro mundo moderno, una nueva religión parece imponerse y ganar poco a poco la primacía sobre los otros cultos: la del dios dólar.
En Los Ángeles, durante una subasta de Julien’s Auctions, las cenizas de Truman Capote alcanzaron la suma récord de 45 mil dólares. Puestas en venta pública por un monto inicial de 4 mil dólares, el remate de la urna rebasó las esperanzas de los vendedores. Cierto, el gramo de talento es incalculable incluso reducido a cenizas.
La indignación de algunas personas ante lo que consideraron una profanación no impidió a los fanáticos lectores del autor de A sangre fría disputarse a puñetazos de dólares los restos liofilizados del escritor. Julien Darren, el propietario de la casa de ventas, se defendió alegando que Truman Capote habría aplaudido este remate público de sus cenizas que le daría la ocasión de volver a ver su nombre, 33 años después de su muerte, en la prensa. Darren alude a la angustia de Capote cuando no se hablaba de él en los diarios. El silencio sobre su persona era, para él, una antesala de la muerte. Tan sombría y desesperante como la de los asesinos condenados a la pena suprema a quienes entrevistó durante largos meses para su más famosa novela. Así, lejos de ver algo irreverente en esta venta, Darren indica que no hace sino seguir prácticas tradicionales: “A título de comparación, la casa Christie’s vendió hace algunos años el pene de Napoleón. Y otra vendió los riñones del actor de Star Trek, William Shatner, en 75 mil dólares”.
Homenaje o profanación, sin duda, el éxito de este remate se debe más a los coleccionistas que a los deseos de evocar la memoria de Capote. Cierto también que estas ventas de objetos que pertenecieron a ídolos desaparecidos o a célebres difuntos, eminencias de la ciencia, el arte o la literatura son una manera de recordarlos, aunque no sea sino gracias a los dólares en juego. Los vestidos de Marilyn Monroe, los zapatos de Rita Hayworth, las joyas de la duquesa de Windsor pueden alcanzar precios que sus propietarios no imaginaron cuando vivían. Ventas póstumas en las que se obtienen huellas y restos a cambio de dólares.
Más allá de los fructíferos negocios de funerarias y cementerios, en México se siguen observando tradiciones funerales nacidas de una singular relación con la muerte y que, por fortuna, aún no ha sido barrida de la escena por las aplanadoras del dólar y el comercio. Ritos macabros y festivos a la vez, son observados por investigadores, sociólogos, historiadores o antropólogos de México y de otras partes del planeta. Carcajada de la muerte y ante la muerte, las calaveras de Posada no dejan de asombrar a quien las contempla un instante: los muertos parecen más vivos que nunca. Se pasean entre nosotros, murmuran, suspiran, dialogan, se les escucha. Entre las páginas enigmáticas de Pedro Páramo, a la orilla de un lago oscuro, en el silencio de una estación de ferrocarriles desierta. Los vivos comen y beben con ellos los antojos y los licores preferidos por los difuntos y no sólo el Día de Muertos.
Hace algunos años, una amiga me invitó a una fiesta en Zihuatanejo. Se trataba de cumplir la última voluntad de una persona. Una posada en verano a la orilla del mar. Después de las idas y venidas rituales pidiendo posada con cánticos, los invitados romperían la piñata. En vez de dulces y frutas, la piñata contenía las cenizas del difunto. Era su última voluntad: verlas esparcidas por el viento hacia el mar o perderse entre las partículas de arena desagregadas de las rocas desde una eternidad. Nadie se sorprendió. Les pareció la cosa más normal que una piñata sirviera de efímera urna a sus restos hechos polvo y que debiesen esperar su turno para tratar de romperla y que sobre sus cabezas cayeran las cenizas.