a horrible, espantosa, monstruosa ciudad que nos vive, donde por más que nos esforzamos seguimos siendo más los vivos que los muertos, ha encontrado una forma de afearse que la embellece paradójicamente, una forma visual que agrede muros, fachadas, esquinas, puertas, cortinas de hierro o lámina, postes, anuncios gigantes y pequeños, vehículos. Pintada, rayada o pegatinada, la voz secreta pero no anónima de jóvenes y ya no tanto tirados a la calle interviene lo viejo y lo nuevo, grita y susurra en múltiples formatos y con toda clase de implicaciones, casi todas subversivas, irreverentes, políticas a veces, existenciales las más: aquí estoy. Románticas y verbales si les pasan por encima los activos de Acción Poética. Sangrientas si las alcanza la carcoma que hace siglos asuela esta ciudad y se la come a dentelladas, y entre más lo hace, más crece la urbe para arriba, abajo y los lados, invade, pisotea, roba, aplasta, arrolla, hunde, dispersa, demuele, separa, ensucia. Alguien siempre sale ganando de esta destrucción perenne que pareciera inmanente a este valle venturoso y desdichado, la región más transparente cuando dolían de azul sus distancias, ahora es como ventana tierrosa apenas traspasada por hilachas de luz.
Ni fenómeno, ni evento. Una forma moderna de expresión, de acción y arte desinteresado. Los tags nos traen por la vida sin nosotros percatarnos. Fantasías, grecas, tachones, transitan del delirio surrealista o hiperrealista a un minimalismo de baño público llevado a las plazas, aún más públicas. La parodia, el mensaje, la reinvención de superficies, el tatuaje interminable de las pieles de la ciudad, ajadas o flamantes, de sus pellejos perdidos.
Lo que más muestran los muros intervenidos son nombres. Los nombres o siglas que se dan a sí mismos los rayadores, grabadores y muralistas del talón, nunca el de sus actas de nacimiento o bautizo. Han decidido tener más pintura que sangre en las manos, y por necesidad trabajan enmascarados. Sangran a través del spray de sus latas multicolores, lápices que trazan el palimpsesto sin fondo que invade la ciudad.
Comercios, talleres, oficinas y casas particulares han aprendido a tener a la mano botes de pintura, brochas y rodillos para reparar sus rótulos y borrar sus fachadas, puertas y bardas cada tanto, luego de una temporada de pintarrajeo inclemente con calidad desigual pero siempre intenso. El albur es visual y radica en los muros, no en los memes. Las bardas de panteones y baldíos son libro abierto, el paraíso del spray, y los edificios abandonados un manjar para las cuadrillas de asalto llamadas Crew
. Pero el reto, la corona de la creación, la cereza del pastel
, como dice un camarada grafitero, está en los lugares prohibidos, los visibles de los ricos, o los muy altos, los inaccesibles, protegidos con cámaras, púas, alarmas, gendarmes. Con decir que el Metro de México es un reto a escala mundial para los audaces. Quien logra pintar vagones en sus impenetrables establos los verá circular, si acaso, una sola vez, y los pasajeros de esa corrida. El castigo penal será grande para aquel vándalo
que apañe la autoridad.
Eso atrae a grafiteros chicanos, de Europa, Asia y Latinoamérica que se la rayan con nuestro muros mientras se arriesgan a la cárcel o la deportación. Es cuando el arte le pone sabor al caldo. La belleza de la transgresión.
Tenemos en abundancia arte callejero legal e ilegal. Es cosa de fijarse un poco bajo el ruido visual y sonoro de esta horrible, tiznada, embotellada, encharcada tierra de baches, zanjas, topes torpes, escombros y socavones cabrones.
Algún día entenderemos que este arte callejero es una nueva forma de belleza, convulsiva como quería André Breton, heredera de ese increíble muralismo mexicano del siglo XX que reviste centenares de edificios públicos, mercados, teatros, escuelas, templos recuperados, estadios. Un modelo de técnica, creatividad y expresión imitadas y admiradas en el mundo.
Diego, Siqueiros, Orozco, cierto Tamayo, O’Higgins, González Camarena, O’Gorman, Montenegro, Alva de la Canal, Vlady, Cantú, García Bustos, Belkin, Nishizawa y sus epígonos tienen hoy miles de seguidores y seguidoras que, a diferencia de los clásicos, apuestan por lo efímero para combatir, existiendo, la inevitable caducidad de nuestro tiempo.