a renovación de la Cámara de Representantes de Estados Unidos apunta a un cambio esperanzador en la política estadunidense, entre otras razones por la diversidad de sus nuevos miembros, particularmente entre los legisladores del Partido Demócrata.
Del total de representantes, 199 son republicanos y 235 demócratas. Entre estos últimos hay dos mujeres indígenas, dos musulmanas y dos que aún no llegan a los 30 años.
Una de las musulmanas rindió juramento sobre el Corán, y no sobre la Biblia, como es costumbre, caso insólito en las ceremonias oficiales de este tipo. Por primera vez en el Congreso el número de mujeres legisladoras llega a 108, lo que es una novedad en una institución caracterizada por sus hábitos misóginos. Como se esperaba, la representante demócrata Nancy Pelosi regresa al liderazgo de la Cámara de Representantes, lo que la convierte en la segunda funcionaria de mayor responsabilidad en el gobierno, después del presidente Trump.
La elección de Pelosi no fue del todo tersa, ya que un grupo de 35 de los nuevos representantes demócratas pretendía que su líder fuera una persona más joven.
A fin de cuentas, Pelosi tuvo que comprometerse a relegirse por sólo un periodo más al frente de la bancada demócrata, en el caso de que su partido conserve la mayoría en las dos próximas elecciones.
Para la oposición se abre la oportunidad de dar un giro a la política estadunidense. Seguramente tratará de impulsar los derechos humanos y una estrategia que beneficie a la mayoría de la sociedad.
Contrastar su proyecto y estilo de hacer política con el de Donald Trump y el del Partido Republicano, le ganará adeptos entre una población que ha visto asombrada la forma en que se ha polarizado a la sociedad, ampliado la desigualdad económica y destruido la buena imagen de EU que en el mundo había dejado Barack Obama.
En este último punto, el liderazgo demócrata deberá hilar muy delgado para conciliar los ímpetus renovadores de la juventud con el de los sectores más tradicionales. Entre las decisiones más difíciles que deberán tomar estará la selección de su candidato a la presidencia en 2020.
Por lo pronto han surgido dos precandidatos cuyo perfil es radicalmente diferente al proyecto más mesurado y centrista de quienes han liderado al partido hasta ahora. No parecen haber saneado del todo las heridas que en muchos militantes dejó la elección de Hillary Clinton en la carrera a la presidencia. Culpar exclusivamente a los líderes demócratas por haber optado por ella y por su fracaso en la elección de 2016 es un error.
No deben olvidar, quienes criticaron esa decisión, que después de todo ganó con un margen de casi 3 millones el voto popular; que hay pruebas de la campaña de desprestigio en su contra orquestada por los rusos para erosionar su popularidad, y que siete días antes de la elección, el director de la FBI, en forma irresponsable, reveló la supuesta existencia de correos electrónicos que comprometían la honorabilidad de la candidata demócrata.
La conjunción de todos esos elementos prueba que no sólo los errores cometidos en su campaña le costaron la elección.
Despreciar que a pesar de ello 66 millones de electores apostaron por la señora Clinton sería una equivocación.
El Partido Demócrata enfrenta un dilema cuya solución ya empezó a procesar en sus diferentes instancias de deliberación y decisión.
Dar sin mayor pausa el salto radical hacia adelante, que reclaman una parte de sus militantes, o abrir un periodo de transición que otra parte de su militancia considera prudente, es una decisión que el liderazgo está obligado a sopesar con mucho cuidado para evitar una escisión en su partido.