2018: júbilo y amenaza
articipo a mis amigos y lectores de dos intensas experiencias vividas por mí en 2018: la primera fue el júbilo que me produjo el resultado electoral del 1º de julio. Lo compartí con millones. Una tremenda alegría de esas que se expanden en el cuerpo y que revitaliza. Viví la noche del Zócalo, cuando decenas de miles gritaban, saltaban, agitados por la euforia. Se festejaba un hecho sin precedentes, algo que puede ser el camino a la democracia en México.
El triunfo de Vicente Fox fue recibido con moderada alegría, pero nos daríamos cuenta de que aquel hombre tan menor resultaría un traidor a la democracia. En 2018 la fluidez del proceso y el reconocimiento tempranero del triunfo de Andrés Manuel López Obrador por las autoridades y por los rivales produjo una seguridad (quizás efímera) de que en México podían celebrarse y algún día próximo volverse rutinarias las elecciones libres y justas.
En 2018 tuve también la conciencia viva de una amenaza de la que no me había percatado plenamente y que resulta mayor en quienes vivimos en una edad avanzada: la tecnología contemporánea puede dañar no sólo la independencia personal, sino hasta nuestro cerebro. El lado negro de la era digital puede provocar un atrapamiento que anule nuestra libertad de elegir. Los teléfonos inteligentes, cuya utilidad no puede ponerse en duda, están deteriorando nuestras relaciones personales. No hay necesidad de comunicación y contacto directos. Se crea una ilusión, una vida virtual. El celular nos controla; acelera el individualismo y vuelve dependientes a la masa de usuarios. Jorge Rudko ( Mentes hackeadas) habla de una dependencia involuntaria que reduce la habilidad individual. Cada vez más vivimos en una simulación y cada vez más perdemos nuestra identidad.
Los nativos digitales, aquellas generaciones que han crecido en la nueva tecnología, pueden adaptarse fácilmente al cambio, incluso verlo como positivo en la modernidad, pero quienes fuimos educados en la cultura analógica
afrontamos la transformación como una amenaza, no sólo por la capacidad hipnótica de esos pequeños aparatos, sino porque somos nosotros abiertamente incapaces de entender su operación y sus consecuencias. Nos sentimos confusos e irritados, cada vez más extranjeros en nuestro propio mundo.