emejante a un volcán cuyos rugidos parecen anunciar una erupción –que lanza fumarolas, se calma y vuelve a rugir–, un movimiento subterráneo y más profundo de lo imaginado por el gobierno francés, como por politólogos y otros comentaristas, la cólera del pueblo francés, representada por los chalecos amarillos, expresa a lo largo y ancho del país una ruptura con las instituciones del orden establecido, sostenido por el poder vigente. ¿Se trata de una revolución? La cuestión se plantea en estos días.
Aunque el bombardeo informativo, la prensa abucheada por los chalecos amarillos aquí y allá, insiste en una disminución, semana tras semana, de los participantes, la opinión pública sigue siendo mayoritariamente favorable a sus reclamos. Cierto, ha habido violencia, vitrinas rotas, tiendas saqueadas. Grupos de choque se introdujeron entre las filas de los chalecos amarillos. El enojo de los comerciantes no se hizo esperar. Pero los arrestados no fueron los miembros de los grupos de choque, especialista del escamoteo, sino gente común, trabajadores, padres de familia, quienes, contagiados por las bandas de pendencieros, de-sahogaron su cólera al verse reprimidos por la policía antimotines. Aunque nadie aprueba en voz alta la violencia, se murmura que sin ésta no se habría obtenido nada. Y las concesiones hechas por el presidente Macron a las peticiones de los chalecos amarillos no calmaron los ánimos. Al contrario, el retroceso del presidente les dio fuerza. La supresión del nuevo impuesto a la gasolina, la reducción de una nueva carga fiscal a los jubilados con menor pensión y otras medidas no respondieron a la exigencia profunda: una vida mejor, sin los difíciles finales de mes, cuando falta dinero para alimentar a los hijos, pagar la renta y la electricidad, no se diga comprar ropa o alguna diversión. Así, no sólo los privilegios fiscales acordados a grandes empresas, la evasión fiscal, los sueldos fabulosos de los dirigentes de industrias, también los sueldos de los diputados y otros funcionarios son atacados por los chalecos amarillos. Sobre todo, porque estos diputados que debían representarlos, no lo hacen. De ahí, el brote de una idea, erigida en principio: un referéndum de iniciativa ciudadana. Es decir, la participación democrática directa en las decisiones de leyes y otras medidas. El fin del poder vertical.
Para una persona como Macron, quien pretende reinar como Júpiter y se conduce como monarca, la exigencia es intolerable. Así, su discurso de fin de año, balance de su gubernatura y felicitaciones de Año Nuevo, fue hecho de pie, cosa inusitada en este tipo de rituales. Esta actitud marca un viraje. El presidente pasa al ataque. Después de haber intentado un diálogo que fracasó, va ahora a organizar la represión. Luego de hacer el elogio de sus reformas, tomadas durante el primer semestre de 2018, Macron utilizó las palabras de gentío lleno de odio
para designar a los chalecos amarillos. El orden republicano será establecido en Francia a como dé lugar. Un desafío y una amenaza puesta en marcha después de la tregua de las festividades de fin de año.
El miércoles al atardecer, una centena de personas decidió llevar a cabo, frente a la iglesia de La Madeleine, en la rue Royale, un homenaje a los chalecos amarillos heridos o muertos durante el movimiento. Nadie llevaba puesto el famoso chaleco. Era una velada luctuosa. Uno de los iniciadores de este movimiento, Eric Drouet, fue arrestado manu militari (por la fueza armada). Las imágenes de su arresto, difundidas en todas las pantallas de televisión y en las redes sociales, provocaron de inmediato la indignación de los observadores, tanto de izquierda (como Jean-Luc Mélanchon, jefe del partido France Insoumise) como de los partidarios del Rassemblement National de Marine Le Pen. Fenómeno asombroso, la extrema izquierda y la extrema derecha compartieron un mismo discurso en nombre de la libertad de manifestar y del principio de los derechos humanos. La represión autoritaria de Macron ha logrado esta hazaña. Apuesta muy arriesgada del presidente que puede volverse contra él, sobre todo en estos momentos, cuando hace pasar una ley severa contra los desempleados, al mismo tiempo que confiesa seguirse comunicando con Benalla, su ex guardaespaldas expulsado del Elysée, quien viaja ilegalmente con dos pasaportes diplomáticos para entrevistarse con jefes de Estado. Estos abusos de poder podrían convertir a Drouet en un mártir, acrecentar la ira de los chalecos amarillos al extremo de verlos radicalizarse aún con más fuerza y ver su movimiento tomar un nuevo impulso, aun más grave.
Lo que no puede ignorarse es que se trata de un movimiento popular. No en vano, los chalecos amarillos han rechazado cualquier intromisión y tentativa de apoderamiento de los partidos políticos o los sindicatos. La gente se descubre entre ella, alrededor de los Ronds Points, cruceros en glorietas de carreteras, las personas hablan unas con otras, se relatan sus dificultades y los duros finales de mes, se calientan alrededor de una hoguera, comparten la comida, se sienten menos solos, forman amistades, se solidarizan. Y ahí está el núcleo y corazón de su fuerza. El espíritu del pueblo.