vocaciones romanas o cada quien su Roma. La película de Alfonso Cuarón tiene múltiples miradas, algunas incluso insospechadas para el director del filme. Aquellos lejanos días de inicios de los setentas del siglo XX le son distantes a la mayoría de los espectadores que han visto la obra, ya sea en cines o en plataforma digital. Pero de todos modos ha tocado fibras sensibles, y levantado preguntas acerca de la continuidad de lastres en la sociedad mexicana.
Algunos consideran que Roma incurre en romantizaciones de las trabajadoras domésticas y/o en presentar la pobreza de forma light. Arguyen que Los olvidados (1950), de Luis Buñuel, presentó de manera descarnada, pero más cercana a la realidad, la cultura de la miseria mientras Cuarón solamente hizo panorámicas de los depauperados en los minutos dedicados a Neza. Considero que la comparación hace de lado los ángulos desde donde cada creador mira el universo abarcado: Buñuel desde los márgenes de una ciudad que pretendía ser moderna, y Cuarón desde una familia que intentaba mantenerse a flote en los oleajes que amenazaban ahogarla.
Roma despertó en mí evocaciones familiares. Mis abuelas fueron trabajadoras domésticas, llegadas a la capital del país en busca de mejores horizontes para ellas y sus cercanos. Mi madre también debió trabajar en la adolescencia, casi niña, en el servicio doméstico. La fulminante muerte de su padre, un ataque al corazón, la obligó a tener que buscar ganarse algunos centavos para contribuir al magro ingreso económico del hogar formado por la viuda, tres hijos y cinco hijas (la menor tenía semanas de nacida). Tener que laborar le impidió concluir la primaria.
Como miles dedicadas al trabajo doméstico, quien sería mi madre recibió maltratos y ninguneos. Si hoy la situación que viven las trabajadoras del hogar es ominosa, cuando la jovencita Elba García Ortiz laboraba eran inexistentes los mínimos logros cosechados por las trabajadoras domésticas organizadas. Ella, y miles como ella, eran infravaloradas y con dolor debían escuchar como sus patrones
les llamaban criadas o gatas. En los pendientes nacionales está el de legislar, y hacer efectiva la legislación, para proteger los derechos de las trabajadoras domésticas. Si Roma está contribuyendo a visibilizar a dichas empleadas, el siguiente paso es que haya remuneraciones justas y prestaciones para quienes han estado desprotegidas y sujetas a la supuesta bondad de quienes les dan trabajo en sus casas. Ya no más tratos denigratorios ni simulaciones de salario.
La mayor parte de Roma acontece en interiores hogareños. Las escenas exteriores me trajeron reminiscencias de una ciudad que me tocó vivir. En mi niñez, y hasta antes de ingresar al bachillerato de la UNAM, mi mundo tenía por límites unas cuantas calles de las colonia Doctores y Obrera. Pocas ocasiones salí de tal geografía, y cuando lo hice, a solas o acompañado, quedaron grabados en mi memoria (pero sobre todo en el corazón) los momentos que me revelaron otros horizontes y otras formas de vida.
Con un hermano tres años menor que yo y primos iba al cine, sobre todo al Maya y al Coloso (ya desaparecidos). Juntos disfrutábamos de programas dobles o triples y como entonces era permitido ingresar con bolsas de alimentos, llevábamos tortas, tacos, dulces y refrescos. Cuando tenía 10 años una prima nos llevó en excursión urbana desde el Callejón del Niño Perdido (desembocaba en la calle del mismo nombre y en los setentas del siglo anterior pasó a ser parte del Eje Central Lázaro Cárdenas) hasta el cine Las Américas (recreado aparece en Roma), muy distinto a las salas cinematográficas de barrio que conocía. Ya en el interior del cine mi hermano corrió para ganar lugares, escaleras abajo les oímos gritar: ¡estos asientos acolchonados se levantan solitos! Se refería a que los asientos de las butacas se regresaban automáticamente a los respaldos cuando los ocupantes se levantaban. Quienes nos circundaban se nos quedaron viendo con una mezcla de condescendencia y repulsión. Pero mi hermano tenía razón, los asientos de nuestros cines de barrio eran duros y no retráctiles. No pudimos ingresar al cine Las Américas ni tortas y tampoco tacos.
De los majestuosos cines que existieron en la ciudad de México quedan en pie ruinas del Ópera (inaugurado en 1949), en mejor estado se encuentra el Orfeón (abierto en 1938) y el Metropolitan (1943), que sigue en funciones como teatro y sala de conciertos (es uno de los escenarios captados en Roma). Éstos y otros cines formaron generaciones de cinéfilos y fueron lugares de maravillosos encuentros con personas y cintas que abonaron educación cultural/emocional.
Los cines Ópera y Orfeón deben ser recuperados. El gobierno de Ciudad de México haría un gran rescate cultural si restaura el esplendor que tuvieron estas salas y las equipa con sistemas de proyección y sonido de alta calidad. La cartelera a exhibir estaría conformada por películas clásicas.