Domingo 23 de diciembre de 2018, p. a12
La epopeya de una familia y los fantasmas que la acechan se relata en ‘‘una novela de carretera’’. La canción de los vivos y los muertos, de Jesmyn Ward, reconocida con el premio literario más relevante de Estados Unidos, ofrece un retrato del conflicto racial que aún hoy lastra las vidas de las personas comunes. Con autorización de la Editorial Sexto Piso, La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento del capítulo primero, a manera de adelanto
Me gusta creer que sé lo que es la muerte. Me gusta creer que es algo a lo que podría mirar de frente. Cuando Pa me dice que necesita mi ayuda y veo ese cuchillo negro deslizarse por el cinturón de sus pantalones, sigo a Pa fuera de la casa, intento mantener la espalda erguida, los hombros rectos como una percha, así camina Pa. Intento que parezca que para mí es algo normal y aburrido para que piense que he aprendido algo en estos trece años, para que Pa sepa que estoy listo, que puedo extraer lo que hay que extraer, separar las tripas del músculo, los órganos de las cavidades. Quiero que Pa sepa que puedo mancharme las manos de sangre. Hoy es mi cumpleaños.
Sujeto la puerta para que no se cierre de golpe, la encajo con suavidad en la jamba. No quiero que Ma o Kayla se despierten y vean que no hay nadie en casa. Es mejor que duerman. Es mejor que mi hermana pequeña, Kayla, duerma, porque las noches en que Leonie está trabajando fuera, se despierta a cada hora, se sienta en la cama y grita. Es mejor que Ma duerma, porque la quimio la ha dejado seca, la ha vaciado igual que el sol y el aire al roble negro. Pa zigzaguea entre los árboles, erguido, delgado y oscuro como un pino joven. Escupe en la tierra roja, reseca, y el viento mece los árboles. Hace frío. Esta primavera es testaruda; casi ningún día le hace hueco al calorcito. El frío se estanca como el agua en una bañera que no desagua bien. Dejo la sudadera en el suelo del cuarto de Leonie, que es donde duermo, y mi camiseta es fina, pero no me froto los brazos. Si dejo que el frío me intimide, sé que al ver a la cabra me encogeré de miedo o arrugaré la cara cuando Pa le corte el pescuezo. Y Pa, sabiendo cómo es, se dará cuenta.
–Mejor dejamos que la niña siga durmiendo –dice Pa.
Pa construyó nuestra casa él solo, estrecha por delante y alargada, cerca de la carretera para no tener que talar los árboles del resto de la finca. Puso la pocilga y el establo para cabras y el gallinero en pequeños claros del bosque. Tenemos que pasar por la pocilga para llegar a las cabras. La tierra es negra y está embarrada de mierda, y desde que Pa me azotó cuando tenía seis años por correr por la pocilga sin zapatos, nunca he vuelto a andar descalzo por aquí. ‘‘Puedes pillar lombrices’’, dijo Pa. Esa noche, más tarde, me contó historias sobre él y sus hermanos de cuando eran jóvenes y jugaban descalzos porque sólo tenían un par de zapatos cada uno y eran para ir a la iglesia. Todos pillaron lombrices, y cuando iban a la letrina, a todos les salían lombrices por el culo. No se lo dije a Pa, pero eso fue más efectivo que los azotes.
Pa elige a la desafortunada cabra, le ata una cuerda al cuello con un nudo como de horca y la saca del establo. Las otras balan y corren tras él, le golpean las piernas, le lamen los pantalones.
–Venga, venga –dice Pa, y las aparta de un puntapié.
Creo que las cabras se comunican entre ellas; puedo verlo en sus agresivos cabezazos, en cómo muerden los pantalones de Pa y tiran de él. Creo que saben lo que significa esa cuerda atada al cuello. La cabra blanca con mechones negros se mueve de lado a lado, se resiste, como si se oliera lo que va a venir después. Pa la arrastra, pasa por delante de los cerdos, que se acercan a la verja y le gruñen porque quieren comida, y sigue por el camino que conduce al cobertizo, que queda más cerca de la casa. Las hojas me castigan los hombros, me arañan la piel y me dibujan rayas blancas en los brazos.
–¿Por qué no dejas esto más despejado, Pa?
–No hay bastante espacio –responde Pa–. Y nadie tiene que ver lo que tengo aquí detrás.
–Pero si los animales se oyen desde allí. Desde la carretera.
–Y si alguien viene aquí a enredar en mi ganado, yo lo voy a oír a través de esos árboles.
–¿Crees que algún animal dejaría que alguien se lo llevara?
–No. Las cabras tienen muy mala baba y los cerdos son más listos de lo que te crees. Y violentos. Si se acerca un desconocido, seguro que le meten un bocado.
Pa y yo entramos al cobertizo. Ata la cabra a un poste que ha clavado en el suelo y la cabra le gruñe.
–¿Conoces a alguien que tenga los animales sueltos?
–dice Pa.
Y Pa tiene razón. No hay nadie en Bois que tenga los animales sueltos por los campos, ni delante de sus casas.
La cabra menea la cabeza de lado a lado, tirando hacia atrás. Intenta deshacerse de la cuerda. Pa se sienta a horcajadas sobre ella y le pone el brazo bajo la quijada.
–Big Joseph –digo.
Quiero mirar fuera del cobertizo cuando lo digo, hacia atrás, al día frío y verde chillón, pero me obligo a mirar a Pa, a la cabra con el pescuezo levantado, lista para morir. Pa resopla. No tenía que haber dicho ese nombre. Big Joseph es mi abuelo blanco, Pa es mi abuelo negro. He vivido con Pa desde que nací. He visto a mi abuelo blanco dos veces. Big Joseph es regordete y alto y no se parece en nada a Pa. Ni siquiera se parece a Michael, mi padre, que es delgado y está lleno de tatuajes. Algunos se los hicieron aspirantes a artistas de Bois; otros, cuando estuvo trabajando en alta mar; y otros, en la cárcel.
–Bueno, vamos al lío –dice Pa.
Pa lucha con la cabra como si fuera un hombre y las patas de la cabra ceden. Cae boca abajo sobre la tierra, gira la cabeza a un lado y se queda mirándome con la mejilla hundida en el suelo del cobertizo, polvoriento y lleno de sangre. Me muestra su ojito, pero yo no aparto la mirada, no pestañeo. Pa la raja. La cabra emite un sonido como de sorpresa, un balido seguido de un gorgoteo, y luego hay sangre y barro por todas partes. Las patas de la cabra se vuelven como de goma, sin fuerza, y Pa ya no tiene que forcejear más. De pronto, se levanta y le ata una cuerda a la cabra por los tobillos y levanta el cuerpo y lo cuelga de un gancho que hay en el techo. Ese ojo… todavía empañado. Me mira como si yo le hubiera cortado el pescuezo, como si yo la estuviera desangrando, como si yo le hubiera teñido de sangre la cara (...)