Opinión
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Merecimientos
H

abría que escudriñar el tipo de motivaciones de aquellos que se han fijado sueldos y prestaciones alejados de la debida proporcionalidad. Es, tal vez, en este aspecto donde radique el meollo de la discusión sobre la ley de remuneraciones de estos tórridos días. Más allá de las relativas referencias con otros ejemplos, locales o internacionales, lo crucial es atender a esa materia viva que subyace y motiva a los personajes que se los han asignado y que los gozan. ¿En qué momento se erigieron en árbitros absolutos de sus propios deseos o ambiciones? ¿Tuvieron en cuenta el mandato Constitucional que dicta no rebasar el salario percibido por el Presidente de la República? ¿Cuáles razones o impulsos los llevaron a situar sus ingresos en los actuales montos? ¿Cómo justificar las adicionales y desmesuradas prestaciones? ¿Cuáles son los asideros de normas para fondear fideicomisos dedicados a prebendas personales? Estas y otras preguntas adicionales sobrevuelan, hoy día, el ambiente público. Cuestiones que es necesario, considerar y darles las debidas respuestas para transparentar el debate.

Tal parece que el mandato constitucional nunca fue punto de comparación de los ministros y magistrados para asignarse sus propias percepciones. Quizá lo hicieron pensando que el ingreso presidencial real, de esos abusivos tiempos, estaba muy alejado de toda mesura, funcional, humana o de ley. Por tanto, la comparación les sería favorable y quedaba saldada en favor de ellos. A la práctica descrita se agregan, casi de manera automática, los directivos de empresas públicas y demás organismos, autónomos o descentralizados. Estos últimos siguieron rutinas –ventajosas para sus intereses– donde simplemente las apreciaron aceptables, rutinarias. La Corte Suprema siempre fue el referente para todos ellos. Armados con injusto patrón, se sintieron protegidos ante cualquier acusación, reclamo o envidia.

Siendo los titulares de impartir justicia, los ministros debían haber imaginado escenarios, horizontes y realidades donde, ese tipo de magnánimos criterios, provocarían grotescas disonancias. No lo asumieron de esa moderada y cuerda manera. Desde los primeros tanteos de su deseada autonomía, despejaron las ambiciones propias. Con desviada lógica se situaron por encima de las penurias o medianías del resto de los asalariados públicos. De tan prosaica manera se llega a estos debatidos días de ardorosos pleitos, regateos, aprobaciones y condenas.

La introducción, casi inmediata, de otros parámetros a considerar, tales como la autonomía, los contrapesos, la división de poderes, las garantías para decisiones justas o la seguridad de los juzgadores complicaron el asunto en demasía. En realidad desviaron el asunto. La intención de la ley de marras no fijaba su foco en esos peliagudos tópicos. Simplemente, se deseaba introducir cordura y orden en la asignación de las percepciones de los servidores públicos. Establecer un patrón restringido en la misma Presidencia, tal y como se hizo ahora, no conlleva la intención de encaramarse sobre el Poder Judicial. Sujetar las remuneraciones de todos a un estricto programa de austeridad tampoco atenta contra ninguno de los paradigmas mencionados y que siguen intocados. Se quiere, eso sí, que se introduzcan balances justos, honradez, proporcionalidad distributiva para una República austera. Y, para ello, se debe empezar por la mera cima. Y donde los privilegios y el abuso no sean normales, menos predominantes.

Una escala de percepciones y prestaciones que atienda y conviva con la búsqueda de equidad es lo conducente. Los excesos de la Corte y demás organismos que los imitan, conllevan ingredientes de racismo y privilegios bien insertados. Adjudicarse ingresos por completo alejados de la racionalidad administrativa (y humana) para el servicio público es una actitud desviada, dañina, perversa. Ese disolvente ánimo de sentirse merecedor de prebendas y canonjías subyace al concebir salarios y prestaciones que, de variadas y torpes maneras, se escatiman a los demás. Es la simiente que atornilla la desigualdad que corroe las conciencias que se ven, a sí mismas, como superiores, diferentes. La historia reciente de los famosos salarios mínimos es un caso ejemplar de distorsión. Se basa en el ninguneo de la justicia para los demás. Durante décadas se abusó al negar, sin remordimiento alguno y con cinismo rampante, un mínimo de digno bienestar a los trabajadores de abajo. No han sido sujetos de justicia y, sí, de todo atropello, simplemente por que se asumió que aguantan vara y lo merecen. Lo demás que se alega, como productividad, inflación o competencia relativa es pura y simple demagogia clasista.