as personas nos integramos a la comunidad de diversas maneras. La sociología lo tiene bien estudiado, pertenecemos a grupos sociales, a categorías y a conglomerados y así es en nuestra ciudad: muy poblada y muy bella, llena de sitios dignos de caminarse, de visitarse paso a paso y con todo cuidado, o con todo descuido y desenfado.
La ciudad, por tres de los cuatro puntos cardinales, se estira, se extiende, no para de crecer; sólo que por el sur lo hace más lento. Se topa con las montañas que por ese punto detienen un poco el avance, pero no hemos podido conservar íntegros sus bosques, sus zonas de captación de agua, sus pulmones que oxigenan el aire. Al menos un gobierno, el último antes del actual y algunos otros, descuidaron preservar el ambiente sano y salvar a la naturaleza.
Esa gran mancha urbana es un conglomerado geográfico, desigual y movedizo que sobrevive con dificultades gracias a que personas y grupos se han entrenado por generaciones para afrontar los problemas de la convivencia a tan inmensa escala en un espacio que ya abarca territorios de tres estados más: Morelos, México e Hidalgo. No son tantos los conflictos porque dentro del conglomerado funcionan grupos y categorías sociales habituadas a la convivencia, dueños de virtudes aprendidas por generaciones para convivir.
Se ha definido al conglomerado como una pluralidad de personas en proximidad física, pero sin comunicación recíproca. Los capitalinos, salvo excepciones, somos tolerantes y civilizados a pesar de las autoridades, que más que ayudar estorban la convivencia.
No podríamos explicarnos el tránsito creciente con un porcentaje menor de incidentes y accidentes si no fuera porque los conductores de vehículos, autos, ciclistas, patinetas, motocicletas, triciclos y patines motorizados son cuidadosos y hábiles. Nos quejamos unos de otros, pero la verdad asombra cómo se sortea con prudencia y habilidad el congestionamiento vehicular de todos los días.
La sociología distingue entre conglomerados geográficos y temporales que son la coincidencia en un lugar específico de un gran número de personas con limitado contacto social y mínimo control. Uno de estos es una multitud reunida en una plaza o moviéndose en la vía pública, de estos algo sabemos. En los recientes 15 días hemos tenido en la ciudad dos conglomerados multitudinarios que ejemplifican lo que digo: uno fue el multitudinario mitin en el Zócalo, no cabía un alfiler para presenciar la ceremonia de la entrega del bastón de mando de los pueblos originarios al Presidente; el otro fue la larga caminata protagonizada por 10 millones de peregrinos el 11 y 12 de diciembre a la Basílica de Guadalupe y al cerro del Tepeyac.
Ambos actos tuvieron motivación espiritual, de gran calor humano, y significaron sacrificio. En los dos hubo que estar cerca, muy cerca, casi cuerpo con cuerpo con conocidos y desconocidos, hubo que soportar incomodidad y cansancio y en ellos hubo decenas de miles de personas en el Zócalo el primero de diciembre, millones en toda la ciudad el 12 y nos toleramos unos con otros, compartimos sentimientos y emociones profundas, luego regresamos sanos y salvos a nuestras rutinas y actividades. Esto sin promoción ni espectáculo, sin premios, regalos o pago de por medio.
En ambos casos la multitud se portó intachable, hubo saldo blanco y pudieron convivir personas de todas las condiciones, hombres y mujeres, niños, jóvenes, adultos y viejos; salvo algunas decenas de perros abandonados en la Villa no sucedió nada que lamentar.
La gente reunida, multitudes pero no turbas, pluralidades armónicas de personas de todas partes, de todos los rumbos, coincidieron en un lugar determinado el primero para renovar sus esperanzas en un nuevo gobierno y el 12 ante las cinco veces centenaria imagen fijada en el ayate. Dos fenómenos admirables y dignos de reflexión, de vitalidad popular, de presencia y convergencia, de fe y de esperanza.