na noche del Grito de septiembre en la casa de México, en París, me topé con un sujeto de colorida indumentaria que dijo llamarse Fernando del Paso. La animada concurrencia a la fiesta nos había empujado hacia la pared del recinto hasta quedar, uno junto al otro, sin otro movimiento posible. Vivía, dijo, con sencillez, junto con parte de su familia en uno de los departamentos de esa residencia estudiantil, que daban directamente al jardín de la ciudad universitaria. Me contó que recién había llegado para terminar una más (tercera) de sus pocas novelas. Era esta sobre Carlota, Maximiliano y el corto imperio mexicano. Un trabajo creativo largamente larvado durante buena parte de su vida. Le expresé mi gusto por conocerlo, puesto que, durante cierto y tempestuoso tiempo, me había ensartado en la lectura de la segunda suya: Palinuro de México. Le dio gusto oír mi atrabancada enumeración de pasajes que me habían deslumbrado. No me detuve y le dije también la angustia que me causaba el torrente de palabras que se desparramaban página tras página y que me llevaban hasta el agotamiento, que me superaban, me abrumaban sin que terminaran de fluir. Sí, estoy consciente de esa característica, me dijo, pero no he podido dar mesura a mi necesidad de pulir palabras. También le aseguré que no era sólo la abundancia, sino el ritmo que no cesaba de encauzar la emoción producida. Tampoco olvidé la cadencia que le daba a sus frases para lograr esa sonoridad que obliga a cantarlas en voz alta para sentirlas cercanas, recrearlas, para tratar de encajarlas como propias.
Hicimos una relación lo íntima que las vivencias en un país ajeno facilita y hace posible. Comíamos, ocasionalmente, en un restaurante frente al departamento que habitaba con mi ensanchada familia femenina. Cercano, al mismo tiempo, a la suya. Estaba y todavía está en funciones, aunque con distinto nombre, dentro del parque Montsouris. Fernando lo usó después para un pasaje de Noticias del imperio: El jardín de la pereza
era el atractivo nombre. Siempre con sombrero, bonete, gorra o cachucha, bien calada en su abundante pelambre. Gustaba acompañar tales aditamentos con variada clase de bufandas enroscadas en su cuello, Fernando se presentaba, sin espavientos, ante cualquiera que lo buscara o que se topara con él siempre ataviado de distinto color de saco o pantalón. Bien podían ser verdes, casi tornasoles, que amarillos cegadores o rojos violentos, de pana, de algodón o casimir. Siempre llamativos, escandalosos al ojo tibio.
Palinuro es una delicia de sabores, rabias juveniles, aventuras deshiladas y encuentros furtivos. Pero cuando se lee Noticias del imperio se enfrenta uno a una grandiosa construcción del lenguaje y de hilada comprensión histórica. Carlota se transfigura en la historia: Sólo la historia y yo, Maximiliano, que estamos vivas y locas, pero a mí se me acaba la vida
. Nunca hubiera imaginado esa majestuosidad de una loca de amor. Mi referencia sólo llegaba a esa cancioncilla tonta de Mamá Carlota. Impensable encontrarse con un jardinero mexicano que, entre una interminable selección de flores, apapacha el romance de un emperador de casi nada, con su mera hija en la borda de Cuernavaca. Cuando la lluvia morada de las jacarandas empiece
, imagen que vuelve a mi memoria una y otra vez. Noticias del imperio es la obra literaria más elaborada y grandiosa escrita, hasta hoy, por un mexicano. Una real, enjundiosa catedral de pasiones, intrigas guerreras, amores frustrados y personajes legendarios. Contiene, por si fuera poco, una soberbia y descriptiva enumeración de la frívola usanza de la aristocracia europea. Aquellos fogosos, funestos y frágiles tiempos, previos y posteriores a la aventura colonial que trajo a la desdichada pareja al México dividido y corajudo que, finalmente, la venció. Sólo por este trabajo, de enorme creatividad, Fernando se hace merecidamente acreedor al fulgurante título de novelista. Un artista de tamaño universal. Su muerte es una pérdida irreparable para todos los lectores que le están agradecidos. Acompaña a toda una generación de aventureros de la palabra en trance de esfumarse en la breve historia reciente del país. Un hombre de izquierda que no tuvo empacho en declarar, abiertamente, sus creencias, opiniones y proclamar sus deseos por vivir en un mejor país. Siempre hizo gala de su presencia entre las causas de la justicia y la inconformidad por la triste desigualdad imperante. En ello se empeñó desde su cuna de hacedor de palabras conjugadas, esas mismas que se empeñan en ilusiones e impulsan quehaceres sin temor a los quebrantos. Fernando se fue a formar con el pelotón que le corresponde por su corajudo linaje.