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Caminata Migrante
Insuficiente, el albergue instalado en la capital
 
Periódico La Jornada
Martes 6 de noviembre de 2018, p. 2

Con el avance de la tarde, el frío arrecia. Las cobijas y los suéteres son incluso más preciados que los mismos alimentos. Los espacios para pernoctar y descansar son cada vez más reducidos. Si se necesita entrar al sanitario, conseguir comida o asistencia médica, las filas parecen interminables. Hasta dos horas hay que esperar formado para tener un plato de arroz.

Miles de personas que participan en la Caravana Migrante llegaron ayer a Ciudad de México y el albergue instalado por autoridades locales y gestionado por la Comisión de Derechos Humanos de la capital se desbordó. El acondicionamiento del estadio Jesús Martínez Palillo, de la Ciudad Deportiva de la Magdalena Mixhuca, para brindar resguardo a los migrantes del éxodo, lució saturado.

La cifra de migrantes hasta el cierre de esta edición se calculaba entre 3 mil 500 y 4 mil, aunque se esperaba el número oficial. Se preveía que en el transcurso de la madrugada y la mañana de este martes podrían concentrarse aquí más de 5 mil personas, pues aún faltaban por llegar a algunos que venían de Puebla y Veracruz.

Aunque ha sido un gran esfuerzo por parte de los gestores del albergue, la cantidad de migrantes que llegaron ha rebasado a la organización. Para todo se hace fila: para los alimentos, el baño, la regadera, para hidratarse, lavar ropa, para el servicio médico, para las pláticas informativas, la recreación, conseguir algo de calzado y ropa. Para todo.

Son pocos los que alegan, la mayoría espera paciente, pues saben que algo les tocará. Aunque la prolongada espera hizo que a Javier y su pequeño hijo ya no les tocara arroz y pollo, sino un emparedado, una pequeña botella de agua y una naranja. Fue de los que reclamó: Eso no es comida, es un refrigerio. Muchos salen a comprar algo, pero otros no tenemos dinero y hay que conformarse con lo poco que nos tocó.

Los 12 gigantescos tinacos para 5 mil litros de agua cada uno y los sanitarios portátiles resultaron insuficientes para la cantidad de gente que arribó al lugar. Lo mismo pasó con las cuatro megacarpas instaladas –donde se protegen un poco del frío–, que lucían saturadas, una colchoneta tras otra, apiladas tan cerca que cuando uno se movía golpeaba al otro. La noche de ayer se trabajaba para instalar más de estos espacios, mientras que visitadores de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos documentaban la siuación.

El graderío del estadio lucía lleno, lo mismo que los jardines aledaños, donde cada persona o grupo, en las medida de sus posibilidades, montaron desde tiendas de campaña hasta pequeños refugios guarecidos apenas con bolsas de plástico. Para muchos su única defensa contra la lluvia y el frío de la noche sería una cobija.

Integrantes de organizaciones civiles que prefirieron el anonimato señalaron que la Comisión de Derechos Humanos de Ciudad de México se agandalló la organización, y sólo trabajó de cerca con pocas ONG y a la gran mayoría la dejaron fuera. Nos decían que no nos preocupáramos, que todo estaría bajo control, pero al verse desbordados ahora sí nos solicitaron el apoyo, y por supuesto que lo dimos.

A la par, un grupo de alumnas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México que se habían registrado en el llamado puente humanitario impulsado por los organizadores, denunciaron varias deficiencias: falta de coordinación y de medicamentos, sobre todo para los niños; las mujeres necesitan ropa interior y toallas sanitarias; no hay puntos de hidratación y la comida no alcanza, por lo que se ha tenido que dosificar.

Las trágicas historias del desplazamiento forzado se repiten una y otra vez. Incluso se ve a los migrantes ya abrumados de narrar de nuevo sus historias ante decenas de periodistas que los buscan. Aura tiene 47 años, y a su edad ya no hay trabajo en Honduras. Hace seis años las pandillas mataron a su hijo, y tres años después a su esposo, quien no pagó la extorsión que le pedían.

La falta de dinero obligó a Aura a quedarse por mucho tiempo en San Pedro Sula, hasta que su último hijo, de 18 años, era ya un objetivo de los criminales, querían convertirlo en mula (transportador de droga). No importó la falta de recursos, tenían que salir de ahí.