uando la economía mexicana andaba por los cielos de la confianza de inversionistas, apareció la decisión de llevar a cabo una consulta ciudadana. Y, para profundizar todavía más el nerviosismo de interesados en construcciones, se insistió en preguntar, al común de la gente, sobre continuar la obra en marcha o voltear a examinar otra vía. La opinocracia, en pleno uso de su mermada influencia como orientadora consuetudinaria de élite, entró de lleno en la disputa. De inmediato se impuso, a sí misma, el invaluable deber de balancear al poder venidero. Sólo la opción de continuar la obra ya iniciada valdría la pena de juiciosa consideración. Se trató, además, de negar validez al ejercicio de consulta pública, utilizando una repetitiva y compartida retahíla de razones y tecnicismos. Y, armados con este metódico ejercicio discursivo, se machacó a la cautiva audiencia con una intensidad y enjundia envidiables. Bien puede decirse que, en concreto, lograron sumar, a tan ejemplar causa, a un abigarrado conjunto de sus ya usuales oidores y lectores.
El problema, que no ha podido, o no ha querido, abordar el aparato de convencimiento, incide en quién o quiénes ganaron la contienda electoral. Y, por lógica inevitable, quiénes la perdieron y sus derivadas consecuencias. Tampoco debe olvidarse el firme, avasallador mandato, implícito en el resultado que indujeron los votantes. La voluntad popular apuntó, sin dudas al respecto, hacia el cambio drástico del modelo en boga. La defectuosa ruta neoliberal, establecida a horcajadas desde hace más de 30 años, ha probado, en demasía, sus injustos, torcidos y mediocres resultados. Los mexicanos quieren que los morenos, con su incansable líder a la cabeza, lleven a cabo la inmediata transformación prometida. Hicieron suya la oferta y les han dado los instrumentos para tan urgente tarea.
El grupo encaramado en el mando actual no acepta tal veredicto y está decidido, por el contrario, a empujar su continuidad. El destino de una obra aeroportuaria es el punto central de la actual disputa. Y, en este pleito, han concentrado sus baterías y recursos. Ninguna alternativa es aceptable para ellos y, por tanto, debe ser combatida con decisión, con datos duros, indeclinable responsabilidad, probadas garantías y ahínco envidiable, arguyen con suficiencia de notables del saber y el decir. El resultado no puede ser otro que la rendición incondicional de los rebeldes: el aeropuerto en Texcoco tiene que llevarse a término. Las penas de no hacerlo son impagables. Se vendría abajo el cielo de la confianza. Los mercados no tardarán en dictar su inapelable veredicto. No sólo el futuro gobierno entrará en problemas, sino sobre México entero caerán plagas terribles. Horripilante y desgraciado futuro que los voceros del poder han juramentado evitar.
Con una extraña pirueta discursiva ahora se sostiene que todos los males predicados se diluirían si, finalmente, el gobierno entrante apoya la deseada continuidad de las obras emprendidas y sigue el modelo de neoliberal cuatismo. Habría, de sopetón, congruencia y respeto a la opinión colectiva, alegan. En cambio, las condenas tajantes y los pronósticos devastadores se condensarían si la consulta determina que, Santa Lucía y sus complementos de Toluca y Balbuena, (ambos con sus mejoras ya mencionadas como necesarias) se determinan y aceptan como opción a emprender. Lo que subsiste, sin el debido reconocimiento en la encrucijada así planteada por el aparato de convencimiento, es quién o quiénes, se insiste, ganaron la disputa electiva. Los que perdieron, que quede bien claro y a pesar de no aceptarlo en el fondo, son los mismos que determinaron construir una obra faraónica sobre un mar de lodo al costo que fuera necesario. El relumbre del país lo merece y los negocios ambicionados lo exigen sin dilaciones que valgan. Lo impensado de todo este diferendo es que tampoco acepten que, tanto los morenos como su líder, estén dispuestos a rescatar la soberanía política extraviada de manera por demás convenenciera. Una soberanía en efecto perdida ante una plutocracia y asociados implacables y autoritarios. La soberbia y las ambiciones desmedidas son pésimas compañeras del entendimiento.
Lo inesperado, para la plutocracia y sus aliados, bien enconchados dentro del aparato comunicacional de convencimiento, aparece, sin el debido respeto, en la forma de un gobierno futuro que los tendrá sólo como referentes, no como usuales mandatarios. Esta es una de las vertientes del cambio en proceso y, de no haber inteligente paciencia y reconocimiento a la voluntad ciudadana, la controversia seguirá por tiempo indefinido. La rendición, exigida a periodicazos, desprecio racista y calificaciones a modo, no aparece en el horizonte del gobierno venidero. Lo esperado, de cierto, es que el cielo quedará donde ahora está, sin caerse.