uando se estableció, la nata del ruido hizo de los humanos unos seres callados. No de un día para otro, ocurrió gradualmente, pues al ocupar la escandalera la totalidad del escenario sensorial, la humanidad se hizo más gritona, más ruidosa y más apartada entre sí tras el manto protector de los audífonos alámbricos o inalámbricos. Fue allí donde los poderes surgidos de la crisis global dieron en transmitirnos directamente en la sangre sus instrucciones, inocularnos miedo y entonces odio, desprecio, resignación. Con tal ruido afuera, los audífonos y los somníferos resultaban la última solución.
Igual que el clima, pronto el ruido entró por los demás orificios del cuerpo y nos lo ensordeció. Ni el corazón nos oíamos. Así que sordos, y de tan silenciados mudos, los seres humanos olvidamos el sonido de la voz y de la música, del viento a través de los bosques y las playas, los grillos y las ranas, la lluvia golpeando la ventana y bañando los chopos, los lamentos de una ballena, los rápidos en la montaña.
Muchos nos acordamos todavía de cuando podíamos cambiar la estación o apagar el radio, salir a chiflar en la loma y que alguien pudiera contestarnos. O nos poníamos a leer por horas, ajenos al mundanal ruido, sumergidos en universos y personas de la imaginación, la representación o la historia, en ideas y poemas de individuos ingeniosos y admirables. La nostalgia más cara e intensa para gente como uno sería la de la lectura. Al menos para los sobrevivientes de la época en que algo más que unos cuántos leían. Luego vinieron las pantallas maravillosas, ilimitadas, capaces de ponernos enfrente la página que fuera, en segundos. La copiábamos, almacenábamos, encriptábamos, enviábamos a las nubes o de las nubes las bajábamos. Parecían no existir límites.
La página de luz intentó sustituir a la de papel, sin lograrlo. No antes de que ambas devinieran obsoletas. A la gente le dejó de interesar dicha actividad y se le atrofiaron las funciones asociadas a la lectura. Si queríamos que nos novelaran un cuento, bastaba picar la aplicación y recibíamos millares de series que suplían, ventajosamente, las anteriores técnicas narrativas, cuando había humanos capaces de desempeñar el ancestral hábito. Para lo que sirvió. También las series, los juegos virtuales, los entretenimientos y su música empezaron por amasacotarse, para desaparecer en la triunfante nata del ruido abismal.
El aire de las habitaciones, nuestro único refugio, se hizo amarillo, denso. Teñidos todos de una ictericia virtual, la intemperie se nos dificultaba, pero era irresistible, tarde o temprano salíamos, nos arriesgábamos. Verdad es que la mayoría regresaban ilesa, pero otros hay que enloquecían o se perdían. Ya no sé a cuántos nunca nos cansamos de esperar.
Así como se ven gélidas a través de la ventana, las calles mañana resentirán el calor de los mil demonios y habrá multitudes. Nos acostumbramos a los refugios de uso múltiple que protegen, hasta cierto punto, de inundaciones, terremotos, epidemias y balazos. Y del ruido. Algunos estamos aprendiendo otra vez a hablar. Los más afortunados logran leer las etiquetas de las drogas y las golosinas. La mayoría, sobre todo los de menor edad, tienen dificultades para reconocer las letras, ya no digamos lo que significan sus combinaciones no automáticas. ¿Cómo sabrían lo que nunca aprendieron? Ni falta que hiciera, para eso estaba la inteligencia artificial.
¿Palabras? ¿Párrafos? ¿De qué me estás hablando? te dicen si haces preguntas. Leen y se expresan con figuritas y garabatos posverbales que no se pronuncian, se ven. Emotivamente, sin sonido asociado, nada más la estampa osito de peluche, confeti y serpentinas de animación, corazón, caras. Leen muñequitos en soledad y silencio, conectados a esferas ajenas a su espacio físico.
Ah, la lectura. La composición. La memorización de textos y parlamentos. El habla elaborada. ¿Dónde quedaron? Como decían los optimistas, de lo perdido lo que aparezca. En estos cuartos de luz ictérica alguien logró introducir tinta y papel. Por eso es que puedo describir un poco lo que está pasando en este entonces, que ya no es aquel entonces de ayer.