Opinión
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Aprender a morir

¿Durar, dormir o irse?

I

magine el lector que un buen día, después de semanas, meses o años de perder paulatinamente la movilidad de sus extremidades, amanece sin poder mover piernas, brazos ni manos. Todavía ve, oye, huele y percibe sabores, a la vez que va perdiendo la capacidad de hablar. Su cerebro no muestra deterioro sino que le permite darse cuenta de que usted está, de hecho, enterrado en vida; es decir, con signos vitales pero dependiente, cien por ciento, sea de familiares, amigos o personal más o menos calificado, dada su parálisis progresiva o total.

Intente seguir imaginando que un cabello ha quedado encima de uno de sus ojos y no se lo puede quitar; siente comezón en la nariz y no se puede rascar; la saliva le provoca náuseas e intenta escupirla y no se puede limpiar; que desesperado pretende llamar a alguien que venga en su ayuda pero está en otra habitación, en la cocina o afuera, no por desinterés o abandono sino porque está haciendo otra cosa, cocinando o comprando una medicina con riluzol, carísimo, pero inútil, excepto para prolongar su agonía, pues el sector médico, los hospitales y la industria farmacéutica siguen apostando por un vitalismo lucrativo.

La esclerosis lateral amiotrófica (ELA) es una enfermedad neuronal motora que afecta las células nerviosas responsables del envío de señales a los músculos y produce debilitamiento, pérdida de masa muscular y parálisis progresiva e irreversible; acaba con la vida del enfermo, por lo general de un paro respiratorio. Pero también, de paso, acaba con la economía y la armonía familiar, cuyos miembros terminan casi tan exhaustos como el paciente, al que, como a todo enfermo sin esperanza, hay que preguntarle qué desea hacer con su situación: prolongar ese estado hasta que Dios quiera, ser sedado para no seguir angustiándose ante la posibilidad de morir asfixiado o recurrir, con madurez y respeto por sí mismo y por sus seres queridos, a la eutanasia, entendida no como asesinato, sino como opción del libre ejercicio de su voluntad.

Dijo un paciente con ELA: Aún no encuentro mi Ítaca; no es mi infancia ni un sitio geográfico, la religión o una persona. ¿Será que no tengo a dónde retornar? ¿No he salido o no sé regresar? Volver al lugar adonde creo que pertenezco, ese viaje sí tengo derecho a hacerlo. Y lo hizo. Sin más autorización que su conciencia, convencido de que seguir sufriendo y haciendo sufrir ya no tenía sentido.