or lo que veo en la foja de La Voz Brava que, impredeciblemente, recibí hoy, Clarisa Landázuri es en particular propensa al tormento, característica suya que hay que tomar en cuenta pues, al mismo tiempo, podría asegurarse que de igual manera tiende a la exaltación.
A veces a lo largo de un mismo día, su ánimo oscila entre estos dos estados, su actitud, la perspectiva de sus observaciones y de sus comentarios. De arriba abajo, de lo más arriba a lo más abajo. Imagino que, cuando se encuentra bien, procurará aprovechar la fase al máximo, ansiosa de que el otro aspecto de sus emociones no irrumpa de pronto en su desenvolvimiento y se lo oscurezca, se lo manche, se lo entorpezca, sin que ella pueda calcular, y ni siquiera esperar, que la negrura se desvaneciera y entonces cediera su lugar a la luz, al buen ánimo, a la buena disposición. Pobre Clarisa, sin duda. Pero sólo si la entiendo de esta manera puedo leer con interés los pasajes, los episodios, turbios cuando no sencillamente enredados, que en ocasiones expone en su espacio al final de la página de La Voz Brava, como sin pausa ha vuelto a hacer hoy, con un asunto que, por otra parte, cualquier otra persona dejaría pasar, sin darle la menor importancia.
Lo cierto es que ahora cuenta que, independientemente de que se hubiera desesperado cuando la encargada de su seguro médico faltó precisamente a la cita que Clarisa había anticipado con especial interés, cuidado y hasta necesidad, la desesperó todavía más la razón con la que nada menos que una Gerente de Atención a Clientes pretendió disculparse, por hacer caso omiso a que fue la propia Clarisa quien, con las más educadas maneras, como era de esperarse, solicitara la aclaración, pues tras haber fallado en cumplir con el encuentro, la empleada ni siquiera había contactado a Clarisa para excusarse.
En su colaboración, Clarisa transcribe literalmente la explicación que recibió, Discúlpeme, mi señora hermosa, voy regresando de incapacidad me quizo dar una paralisis facial en verdad estoy muy apenada con usted. con gusto le envío el documento que me solicitó
, escribió, sin punto final, sin firma. (Aunque imaginable, Clarisa agrega que esperó en vano la llegada del documento.)
Como puedes ver, paciente lector, desesperarse al encontrar hoy día algunas faltas de ortografía en una carta comercial no le sucede a nadie que esté bien centrado en la realidad.
A Clarisa, sin embargo, le sucedió, por más que también sea cierto que en su comentario hace mayor énfasis en el error de razonamiento que implica la frase me quizo dar una paralisis facial
. Es decir, la empleada de la aseguradora no sufrió una parálisis facial, sino que solamente estuvo a punto de sufrirla.
A lo que Clarisa se pregunta si este estado de indecisión fisiológica, o cómo calificarla, es posible y, aun cuando supone que no lo es, además quiere saber si una aprehensión, como finalmente parece ser lo que la víctima habría sufrido, amerita la incapacidad
que la Gerente de Atención al Cliente solicitó y que la aseguradora para la cual trabaja le concedió.
En busca de alivio a su congoja, luego Clarisa entra en la cada vez más infecunda reflexión alrededor de la cada vez más obvia realidad.
Hoy día, las formas de la comunicación, tanto oral como escrita, aunque cada vez más inmediatas y cada vez de mayor alcance, reflejan un cada vez más grande desconocimiento de la lengua y sus principios, incluso de sus periódicas modificaciones; una cada vez mayor indiferencia hacia la gramática, hacia el buen decir; una cada vez más profunda ignorancia del sentido, la lógica, el giro, el significado de las palabras, los modismos, las frases, todo lo cual Clarisa encuentra tan dramático que, bajo el influjo de su desesperación, se pregunta qué está haciendo, dónde está, qué está haciendo en el mundo, qué entre los demás. Pues, con el ánimo didáctico agotado, se siente aislada y cada vez más insalvablemente desalentada.