yer, en este mismo espacio, se plasmó la expectativa de que las autoridades nacionales estuvieran a la altura de las circunstancias en el manejo de la crisis humanitaria que supone el intento de alrededor de 4 mil 500 centroamericanos –en su mayoría, hondureños– de alcanzar el territorio de Estados Unidos atravesando nuestro país. En este sentido, cabe saludar que se haya dispuesto de albergues para acoger a quienes huyen de la desesperanza económica y la violencia, así como la voluntad para entregar visados humanitarios y conceder a los migrantes el estatus de refugiados.
Sin embargo, cuando la denominada Caravana Migrante se presentó en la frontera que divide a México y Guatemala a ambos lados del río Suchiate, se produjeron incidentes lamentables que evidenciaron la falta de preparación de los cuerpos policiales encargados de impedir un ingreso descontrolado, y una estrategia deficiente para manejar el arribo de personas en una situación desesperada. Si bien puede censurarse el ingreso violento de algunos miembros de la caravana, quienes arrojaron piedras contra los elementos antimotines, nada puede justificar el uso de la fuerza y el lanzamiento de gases lacrimógenos contra una multitud en la que se encuentran niños y niñas, algunos incluso en su primera infancia: las dramáticas imágenes de los menores bajo los efectos de esta sustancia irritante reflejan hechos que no deben repetirse.
Es necesario considerar dos aristas en la actuación del gobierno mexicano ante la caravana. En primer lugar, debe señalarse que la dimensión humanitaria rebasa con mucho a este episodio puntual, pues las deficiencias en esta materia se remontan a mucho tiempo atrás. Como señaló el representante de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Jan Jarab, las políticas migratorias desplegadas por las autoridades mexicanas han empujado a los migrantes a tomar rutas más peligrosas, en las cuales quedan expuestos a ser víctimas de grupos delictivos, con consecuencias tan graves como caer en las redes de trata de personas.
El segundo elemento que entra en juego es la defensa de la soberanía y la dignidad de México en su relación con Estados Unidos. En este aspecto, la cancillería ha mostrado una actitud errática que oscila entre firmes declaraciones de rechazo a cualquier pretensión de injerencia en su política migratoria, y tropiezos inadmisibles como minimizar las altanerías proferidas por Trump –haciéndolas pasar por normales en el contexto electoral de la nación vecina del norte– o la bochornosa recepción, en plena crisis, del secretario de Estado estadunidense, Mike Pompeo.
En los próximos días habrá de verse si las autoridades logran solventar de manera satisfactoria estos desafíos o si, por el contrario, habrá de esperarse a la próxima administración para ver un viraje en las políticas represivas hacia nuestros vecinos centroamericanos. Por último, no puede pasarse por alto que dichas políticas, junto a las posturas vertidas desde algunos medios de comunicación, han sido caldo de cultivo para las manifestaciones abiertamente xenofóbicas con que amplios sectores de la sociedad mexicana han recibido el arribo de los migrantes.