l antropólogo David Graeber afirma que la sociedad crea cada vez más empleos inútiles y quienes los ejercen son conscientes de esa inutilidad que sufren como una impotencia.
En las playas, el socorrista goza de una silla elevada para vigilar a los aventurados nadadores. El individuo observa durante horas el paisaje donde se extienden sobre la arena los cuerpos en fila de quienes están decididos a oscurecer el color de su piel gracias a los rayos del Sol y a aceitosos ungüentos que se aplican por toda la piel.
Si el espectáculo inerte de esos cuerpos que sólo se mueven para pasar de bocarriba a bocabajo lo aburre, puede también mirar niños que construyen castillos de arena. O ver a los adolescentes jugar con una pelota.
Sin embargo, la población de la playa no ocupa su atención. Su interés está centrado en las personas que penetran al mar.
El menor movimiento sospechoso de un nadador lo pone en alerta. Aunque su oficio exige una excelente vista, puede utilizar catalejos para observar con claridad los posibles riesgos que corre el bañista. Si el peligro de ahogarse es confirmado, el socorrista salta de su silla con intrepidez, sin pensar que, si cae mal y se estropea una pierna, no podrá salvar la vida del ahogado.
Buen atleta, otra condición de su trabajo, corre hacia la persona que necesita su auxilio, se lanza al mar de un clavado, atrapa por los hombros o por donde puede al tipo que manotea, lo calma y lo lleva fuera del mar donde le aplica, de ser necesario, los primeros auxilios y la respiración boca a boca.
El socorrista se convierte en héroe. Su tarea se ha cumplido con gloria. Por fortuna, esto no sucede a diario. Los presuntos ahogados son raros y las proezas no pueden ser cotidianas. Así, cuando la oportunidad se presenta, no debe perderse, pues puede ser la única que tenga en su existencia de salvavidas.
Ocupación poco grata cuando no hay quien esté a punto de ahogarse. El socorrista no puede distraerse leyendo ni platicando con un amigo: su atención debe dirigirse a los nadadores de manera constante. El aburrimiento de nuestro salvavidas es largo como el día.
Peor es el hastío del socorrista de albercas públicas. Sin siquiera tener el derecho a una alta silla, el providencial individuo pasa las horas sentado en un taburete o un duro banco, desde donde mira la piscina a lo largo y a lo ancho durante horas.
Tiene la ventaja, a diferencia del socorrista de playas, de poder dar unos pasos alrededor del estanque para estirar las piernas. Sin caminar mucho, puede dirigirse al baño en caso de necesidad.
Durante su ausencia, por breve que sea, está obligado a cambiar la bandera verde, que indica su presencia, por una roja, con la cual alerta sobre el peligro de ahogarse sin un socorrista al alcance.
Las meditaciones sobre la inmortalidad del cangrejo o la carabina de Ambrosio se agotan con la uniformidad de los contemplativos días del socorrista de albercas públicas. Ni un solo presunto ahogado a la vista durante meses y años. La romántica y épica idea de rescatar un ahogado se va perdiendo en el horizonte del estanque, ahogada por el hastío y la resignación.
La oportunidad de convertirse en un héroe se desvanece ante los tranquilos ejercicios de natación que mira sin mirar. El hombre ocupa sus manos haciéndose trencitas con su pelo, trenzas que deshace para volverá hacerlas, Penélope de albercas. Un socorrista se lima las uñas, mientras otro se pregunta si su oficio sirve para algo.
El desempleo lo acecha, tan inútil le parece su vigilancia. Para su fortuna, la ley obliga en casi toda Europa a contratar un socorrista en playas y albercas públicas.
Obligación que debería extenderse a las piscinas privadas, donde se ahoga, en un breve descuido de los padres, un buen número de niños, según las estadísticas.
Los propietarios de albercas privadas no podrán protestar contra una medida que, un día cualquiera, puede salvar la vida a un temerario nadador.