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Flujo de venezolanos rebasa al empobrecido estado brasileño de Roraima
Especial para la jornada
Periódico La Jornada
Viernes 28 de septiembre de 2018, p. 26

Río de Janeiro. El interés de los brasileños está puesto en las elecciones generales, cuya primera vuelta tendrá lugar el próximo domingo 7 de octubre. Pero en el estado de Roraima, extremo norte de Brasil, lo que más llama la atención, desde hace meses, es la llegada masiva de inmigrantes venezolanos que huyen de la calamitosa situación económica y social de su país.

Roraima es un estado pobre y violento. En sus 224 mil kilómetros cuadrados, casi todos cubiertos por selva, viven unos 580 mil habitantes. La mayoría – unos 375 mil – vive en Boa Vista, la capital.

Pero es la pequeñísima Pacaraima, con sus escasos 15 mil moradores, la que está en la mira. Es el único puesto fronterizo en los 22 mil kilómetros que separan Roraima de Venezuela, y queda a escasos 15 kilómetros de Santa Elena de Uiarén.

Desde principios de 2017 y hasta el pasado agosto, las cifras indican que alrededor de 130 mil venezolanos ingresaron a Brasil, casi la totalidad de ellos por Roraima, precisamente.

Este flujo migratorio sin precedente en el país representa parte del total del millón cien mil venezolanos, según cálculos más o menos confiables, que salieron de Venezuela rumbo a otros países sudamericanos, en especial Colombia y Perú. Semejante diáspora también alcanza de manera impactante a Argentina, Chile y Ecuador.

En ninguno de esos países, sin embargo, hubo tantos conflictos entre los que llegan y los locales como en Brasil, o, más específicamente, en Roraima, principalmente por la cantidad de gente que llega. La población del estado creció 10 por ciento en poco menos de un año.

La pequeña y pobre Pacaraima, por ejemplo, se transformó este año en el municipio brasileño con mayor crecimiento poblacional (nada menos que 26 por ciento), gracias a los recién llegados.

La gran mayoría luego trata de ir a otra parte, con el objetivo preferencial de llegar a Boa Vista, la capital. Pero mientras esperan la oportunidad de irse buscan sobrevivir, por todos los medios, en Pacaraima.

En julio, datos oficiales indicaron que desde enero han ingresado 485 venezolanos por día a Roraima. Casi uno cada hora. En algunos días ese flujo crece a más de 500.

En los cinco primeros meses de este año el flujo de inmigrantes venezolanos sufrió un aumento de 55 por ciento con relación a los que entraron en Brasil en todo 2017.

No son, en todo caso, datos confiables: se refieren solamente a los que ingresaron de manera legal. Es imposible calcular el número de los que cruzan la frontera lejos de los puestos de control.

Con semejante movimiento migratorio de los que llegan de una crisis económica y social de dimensiones siderales para intentar sobrevivir en una región de pobreza y abandono, la situación alcanzó un grado de tensión muy elevado. Ocurren fenómenos nunca antes vistos en la pequeña ciudad –algo que, a propósito, se repite en otros pequeños pueblos del interior y es especialmente más visible en la capital. Un insólito incremento en la prostitución callejera, que va de adolescentes a madres solteras con muchos hijos.

Sin otro medio de subsistencia, parte de las mujeres inmigrantes terminan en manos de bandos de explotadores sexuales que actúan bajo la cómplice protección de la policía.

Los hombres, a su vez, se ofrecen para cualquier tipo de trabajo. Los que corren con más suerte logran puestos de recolector de basura. Los demás, ni siquiera consiguen eso.

El gobierno de Michel Temer anunció un programa para distribuir a los que llama refugiados por otras regiones de Brasil. Hasta finales de septiembre, el programa había alcanzado a menos de 300 venezolanos. Miles y miles más salieron de Roraima tan pronto lograron medios suficientes. Parte sustancial salió incluso de Brasil. Pero como el flujo permanece, el problema persiste.

Como sería fácil prever, desde el primer semestre de este año la situación se convulsionó. Los servicios de atención, especialmente hospitales y puestos de salud, vieron desbordar su capacidad para atender la demanda. El gobierno de Roraima inauguró refugios y campamentos, pero su capacidad fue rápidamente superada.

Favelas nacieron de manera muy precaria en terrenos vecinos a los refugios, en un ambiente de insalubridad total.

Como era previsible, y frente a los límites del gobierno local y la inacción del gobierno federal, la situación llegó a límites y surgieron los primeros conflictos violentos entre habitantes locales e inmigrantes.

En la segunda quincena de septiembre fue enviado un contingente de 60 militares a Pacaraima, para tratar de evitar el estallido de nuevos enfrentamientos. Al menos dos venezolanos fueron asesinados y las pertenencias de centenares –miserables pertenencias– fueron quemadas o totalmente destrozadas.

Hace una semana, la gobernadora de Roraima, Suely Campos, luego de quejarse por enésima vez de la falta de colaboración del gobierno de Temer, propuso, sin éxito, una solución al problema: el cierre de la frontera.

Los venezolanos siguen llegando a un ritmo de casi uno por hora. El drama persiste y no hay solución a la vista.