usto ayer miércoles se cumplió el cuarto aniversario del atroz episodio que derivó en la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa y que marcó el descrédito de las policías y de los gobiernos municipal y estatal de Guerrero, de las fuerzas federales y, sin duda, de la credibilidad del actual gobierno de la República.
Fue el comienzo del azaroso e infatigable peregrinaje de las familias que hasta el día de hoy desconocen el paradero de sus muchachos y significó también la vergonzosa presentación pública ante el mundo de un México exhibido en su desnudez y sumido en una profunda crisis ética y moral de la que parece no tener una salida clara.
El Mexican moment que el gobierno de Peña Nieto presumía con relativo éxito dentro y fuera del país, se resquebrajó y sobrevino el declive que, a estos días, próximos a terminar el sexenio, simplemente está ausente.
Es en este contexto que no dejó de sorprender la inmediata y, a mi juicio, desproporcionada reacción de diversos sectores del país ante el señalamiento del presidente electo en el sentido de que recibiría una nación en bancarrota. En lo que pareció ser una respuesta coordinada, el Banco de México, las cúpulas empresariales, las autoridades hacendarias y, por supuesto, varios opinadores, calificaron de ligera e irresponsable la expresión del próximo presidente, pues alertaban sobre la probable afectación a los indicadores macroeconómicos o del tipo de cambio de la moneda, situaciones que al final no ocurrieron.
Si bien el término empleado por López Obrador –quizás por error, tal vez a propósito– se aplica más a cuestiones relacionadas con la economía o las finanzas, lo verdaderamente delicado y desesperanzador dista mucho de lo macroeconómico. Es lo real y lo cotidiano, es lo que nos confronta al horror, a la quiebra social, ética y moral que padecemos en este país.
La ola violenta que se extiende por México ha saturado de cuerpos a las morgues y colapsado a las instituciones forenses que se ven impedidas para aplicar los protocolos de identificación y registro de los cadáveres, y que han caído en el absurdo de improvisar espacios refrigerados para la conservación de la carne, como si fueran reses.
A los múltiples episodios y expedientes no resueltos, como Ayotzinapa, las fosas halladas por casi todo el territorio nacional, que han convertido a México en una especie de panteón clandestino, se suma una nueva versión todavía más dramática y escalofriante: los cementerios rodantes.
Y al reciente descubrimiento de dos tráileres refrigeradores contratados por el Instituto Forense del Estado de Jalisco, para intentar compensar el déficit de espacio instalado en la entidad, ante la interminable cantidad de cadáveres no identificados, ahora se descubre que tan truculenta práctica ha sido repetida en otras ciudades, como Acapulco, Chilpancingo e Iguala, en Guerrero; en Baja California, y en el Veracruz de Javier Duarte.
En otros sitios donde tampoco cesa la violencia, como Morelos, Tamaulipas y Michoacán, la situación no es muy diferente. Ahí tampoco hay capacidad para guardar a los muertos y mucho menos para ofrecer certeza, paz y consuelo a los deudos. Entonces recurren a la incineración, a las inhumaciones y depósitos clandestinos o simplemente deciden ya no levantar cadáveres de las calles.
Los rostros y las expresiones colmadas de dolor y desesperación de familiares de los desaparecidos de varios estados, que hace unos días se instalaron a las puertas del forense jalisciense resultaban desgarradoras. Exigían justicia.
“¡No son basura… tienen nombres y apellidos!”, reclamaban exhibiendo pancartas con las fotografías del interior de los refrigeradores ambulantes, en los que los cadáveres yacían amontonados como bultos de carnes cubiertas por bolsas similares a las del desperdicio.
Según estimaciones oficiales, en todo México hay algo más de 36 mil personas con paradero desconocido y 250 mil muertes violentas durante los dos sexenios anteriores. Las cifras son descomunales y exhiben penosamente la cara más cruenta de la guerra contra la delincuencia organizada y de las brutales batallas entre grupos criminales, donde las instituciones del Estado han quedado rebasadas.
Toda esta inmundicia no es más que el trágico ejemplo de una realidad que se niega a ser reconocida y atendida por quienes sólo observan las frías cifras de la macroeconomía. Es el rostro putrefacto de un país, sí, en bancarrota o en quiebra nacional. Porque más allá de la tradición religiosa y cultural que se practica en México, dar cristiana sepultura a un cuerpo inerte es, por lo menos, un deber moral, un trato de respeto y dignidad.
* Profesor universitario