l pediatra se quejaba de lo cara que era la renta del consultorio en el hospital privado en el que trabaja y cuando alguien en la plática le sugirió que alquilara un espacio independiente en una zona menos ostentosa, objetó:
–Es que perdería a muchos de mis clientes.
La plática prosiguió sin sobresaltos y sin que nadie, al parecer, notara el tamaño de la sustitución léxica que había realizado aquel profesionista: llamar clientes a los que la gran mayoría de sus colegas siguen denominando pacientes.
La anécdota es representativa de la inocencia con la que importantes sectores de la población se han contaminado del mercantilismo característico del ciclo neoliberal que ahora es necesario remplazar por otra cosa, una operación que tiene implicaciones sociales, culturales e ideológicas insoslayables.
Otra: hay la extendida percepción de que en México hay libertad de expresión, que los medios informan más o menos de todo y que la democracia, mal que bien, funciona, sobre todo después de que el primero de julio el régimen se vio obligado a doblar las manos ante la insurrección electoral que dio el triunfo a López Obrador. Pero imaginemos algunos contraejemplos: ¿Podría hablarse de libertad de expresión y normalidad democrática en un país en el que el Estado controlara 98 por ciento de los medios? ¿O en uno en el que los canales de televisión estuvieran, en esa misma proporción, en manos de las iglesias? ¿O en un entorno en el que los partidos políticos fueran concesionarios de 95 de cada 100 radiofrecuencias? ¿O si nueve de cada 10 diarios de circulación nacional fueran propiedad de los sindicatos?
Y sin embargo, a muchos les parece correcto que la gran mayoría de los medios tradicionales, impresos y electrónicos, sean coto de la empresa privada y que el resto de los sectores sociales esté excluido –salvo dos o tres excepciones– de la actividad informativa. Lo cierto es que esa desproporción impone a audiencias y lectores una visión característica del ámbito empresarial que acaba por contaminar el conjunto de las relaciones humanas con una lógica pragmática y utilitaria (allí se habla de obtener utilidades) que es correcta en el mundo de los negocios, pero que en otros ámbitos deviene perversidad y explica algunos de los fenómenos de desintegración social y decadencia moral que padece el país hoy día.
El problema del pediatra de la anécdota no es que utilice un término inadecuado para referirse a las personas a las que busca curar sino que ha dejado de concebir la medicina como un servicio y la ha vuelto, antes que otra cosa, una mercancía; la entrega a quienes paguen por ella, busca ser competitivo en un mercado y procura optimizar sus ganancias. Tal vez las escuelas y universidades privadas aún no se atrevan a llamar clientes a sus alumnos, pero también están ya en esa lógica, y otro tanto puede decirse del periodismo, la seguridad pública y hasta la religión: el país está infestado de cultos que ven clientes en donde debiera haber feligreses y que para vender la salvación aceptan pago con tarjeta de crédito.
La imposición de lógicas mercantiles ha resultado particularmente nefasta en la política. Para miles y miles de personas, los liderazgos, las candidaturas, los puestos de representación popular y los cargos públicos son herramientas legítimas de hacer negocios y ensanchar su prosperidad personal. En su manera de ver las cosas, los discursos de campaña en los que se ha de hablar del espíritu de servicio son un formulismo tan hueco como lo fue para el médico del ejemplo el juramento hipocrático.
No se trata, desde luego, de prohibir la actividad empresarial y mucho menos de ensayar un intento de abolición del mercado: hasta donde vamos, esas aventuras históricas han terminado muy mal y el mercado se ha revelado como un sistema social mucho más antiguo, profundo y necesario de lo que se pensaba. Pero la transformación nacional que ha iniciado requiere de un esclarecimiento cultural que restaure la diversidad de las relaciones sociales y las múltiples dimensiones del quehacer humano. Hay entornos y actividades que es correcto reservar a los negocios y otros que deben regirse por reglas diferentes: la seguridad pública, la salud, la educación, la información, la religión y la política, por ejemplo. Se trata de dimensiones en las que el dinero debe ser un medio, pero no el objetivo final.
Además de programas de gobierno, políticas públicas y reasignaciones presupuestales, debe emprenderse una tarea de regeneración moral de la sociedad –sí, se sabe que los opinioneros del viejo régimen van a volcar toda su imaginación en caricaturizar y ridiculizar el empeño– porque la sociedad no puede seguir funcionando sólo con el impulso de los motores de la ganancia, la competencia, el éxito, la posesión y la ostentación. La solidaridad, el bien común, la vida buena, la gratuidad, el afán de servicio y el interés colectivo son también necesarios.
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