ice Vicente Huidrobo en una parte de su largo poema Temblor de cielo: ‘‘Cuántas cosas han muerto adentro de nosotros. Cuánta muerte llevamos en nosotros. ¿Por qué aferrarnos a nuestros muertos? ¿Por qué empeñarnos en resucitar nuestros muertos? Ellos nos impiden ver la idea que nace. Tenemos miedo a la nueva luz que se presenta, a la que no estamos habituados todavía como a nuestros muertos inmóviles y sin sorpresa peligrosa. Hay que dejar lo muerto por lo que vive.
‘‘–Isolda, entierra todos tus muertos”.
‘‘Piensa, recuerda, olvida. Que tu recuerdo olvide sus recuerdos, que tu olvido recuerde sus olvidos. Cuida de no morir antes de tu muerte.
‘‘Como dar un poco de grandeza a esta bestia actual que sólo dobla sus rodillas de cansancio a estas altas horas en que la luna llega volando y se coloca al frente.”
Y, sin embargo, vivimos esperando un azar, la formación de un signo sideral en ese expiatorio más allá, donde no alcanza a llegar ni el sonido de nuestras campanas.
Así, esperando el gran azar.
Recreo estos versos este 19 de septiembre y aparecen escenas locales, la parte humana sufriendo la violencia de la Tierra que enlaza su propia violencia. La palabra de los poetas parece emerger con fuerza descarnada y una verdad que no podemos ocultar, menos negar, que además de un talento excepcional mostraron el dolor, la desesperación, el vacío y la desesperanza que cohabitan en las profundidades del alma humana como en la Tierra.
Cabe recordar el final de la cruda dedicatoria que hace el francés Charles Baudelaire al lector en su libro Las flores del mal.
‘‘¡Es el tedio! –Anegado de un llanto involuntario, / Imagina cadalsos, mientras fuma su yerba, / Lector, tú bien conoces el delicado monstruo, / ¡Hipócrita lector! –mi prójimo –mi hermano.”
Y apropósito de temblores es Arthur Rimbaud quien hace una magistral descripción en su poema de dantescas escenas que hoy se reproducen sin medida distintos escenarios ya avasallados por el horror, nos dejan perplejos y pasan ante nuestra mirada con horrenda y sorprendente cotidianidad que nos desborda y se torna inasible, incomprensible, inasimilable.
‘‘Mientras los escupitajos rojos de la metralla / silban todo el día en el infinito cielo azul; / mientras escarlatas o verdes, junto al rey burlón / se desploman en masa los batallones bajo el fuego; / mientras una espantosa locura machaca y hace de cien millares de hombres una pila humeante / –¡pobres muertos!, en el verano, en la yerba, en tu alegría / ¡oh Naturaleza!, tú qué hiciste a esos hombres santamente.”
‘‘Corazón mío, ¿Qué nos importan las capas de sangre / y de brasa, y los mil crímenes, y los interminables gritos / de rabia, esos llantos de cualquier infierno que derriban / cualquier orden, y el Aquillón gimiendo aún sobre las ruinas, / y venganza alguna? ¡Nada!”
Al mostrarnos el desamparo original con que nacemos quizás puedan darnos luz para tender puentes (si es posible) hacia el rescate de la parte luminosa de la naturaleza humana, para no tener que acelerar como decía el poeta y dramaturgo granadino Federico García Lorca: ‘‘que la vida no es noble, ni buena, ni sagrada”.