Opinión
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Graybill, Debussy y los demás
E

l pasado fin de semana, el ciclo pianístico En Blanco y Negro que cumple su vigesimosegunda edición en el Centro Nacional de las Artes arrancó con un programa monográfico Liszt a cargo del pianista israelí Amir Katz. Al día siguiente, se presentó el estadunidense Matthew Graybill con un recital titulado Debussy, sus amigos y enemigos, un programa inteligentemente armado y cuyos numerosos vasos comunicantes requerirían de una extensa glosa.

Desde lo más antiguo (Couperin) hasta lo más moderno (Stravinski) de su repertorio de ese día, Graybill demostró, entre otras cosas, que comprende cabalmente las diferencias de estilo aplicables a cada obra y cada compositor. La cualidad diáfana aplicada a una Sarabanda de Bach (con muy poco, casi nada de pedal) fue trasladada, con los ajustes necesarios, al Rondó K. 485 de Mozart, tocado de manera fluida y unitaria. En la famosa Ständchen de Schubert, transcrita por Liszt, Graybill se tomó algunas interesantes libertades de fraseo, sin caer en excesos expresivos, y se mantuvo venturosamente más cercano al espíritu del compositor austriaco que al del húngaro. La columna vertebral del recital, armada con tres obras de Debussy, resultó una muy interesante exploración de colores y texturas; de modo particular, Graybill propuso sutiles y numerosos matices en los Epígrafes antiguos, y tocó el divertido Golliwog’s Cakewalk con la dosis necesaria de espíritu lúdico, sin caer en el exhibicionismo circense que hay en interpretaciones menos mesuradas. En general, la pintura de los perfumes a veces exóticos, a veces elusivos de Debussy, fue lo más destacado del recital. Este Cakewalk danzarín fue bien complementado con la muy bailable Forlane de La tumba de Couperin de Maurice Ravel; hay pocas cosas más instructivas para el melómano atento como escuchar en un mismo programa las afinidades y contrastes del pianismo de Ravel y el de Debussy, sobre todo si las ejecuciones son concebidas y realizadas, como en este caso, con inteligencia y atención a la diversidad.

Otro acierto puntual de este recital de Matthew Graybill fue su interpretación de las armónicamente fascinantes Barricadas misteriosas de Couperin, tocando el piano como piano y no intentando hacer una maniaca imitación de un clavecín. Muy atractiva resultó también su ejecución de la relativamente poco conocida obra El lamento, lejano, de un fauno, en la que un atípico Paul Dukas rinde homenaje, muy explícito en algunos pasajes, al más famoso de los faunos musicales, el de Debussy. Para finalizar, Graybill hizo una potente y extrovertida versión de los Tres movimientos de Petrushka de Stravinski, a cuyas notables exigencias técnicas trasladó (aun en los episodios más percusivos) la claridad que había aplicado en Couperin, Bach y Mozart. En medio de esta muy buena selección musical se coló un Estudio en forma de vals de Camille Saint-Saëns, tocado con el virtuosismo requerido, pero que finalmente puede ser percibido como mucho ruido bonito y pocas nueces nutritivas. Y si bien es cierto que Franz Liszt fue autor de un buen número de admirables transcripciones, hay al menos una que no resulta del todo convincente: la de la Muerte de amor de Tristán e Isolda de Wagner. El orgánico, sinuoso y apasionado flujo de los amplios arcos melódicos del original wagneriano para voz y orquesta no parece adaptarse muy bien a las características de articulación propias del piano. En abono a la lucidez del pianista estadunidense hay que decir que supo mantener bajo control esta suma de densidades (la de Wagner más la de Liszt) que en otras manos menos controladas se convierte en una avasalladora cacofonía.

Incluyendo el recital de hoy de la joven pianista mexicana Daniela Liebman, restan nueve sesiones del ciclo En Blanco y Negro, con una programación variada pero de corte muy conservador, en la que hay solamente una obra de un compositor vivo (más dos piezas originales del pianista Ricardo Acosta) y de música mexicana, apenas una transcripción del Sensemayá de Revueltas.