Arcoíris
or la calle solitaria y mal alumbrada camina el indigente. Sus ropas parecen de cartón, su cabellera larga una madeja impenetrable. Como todas las noches, tiende junto al atrio de la iglesia las bolsas de plástico que le sirven de lecho. En la acera opuesta se encuentran la Escuela de Artes y Oficios No. 43, una clínica de medicina familiar y un edificio –30 pisos de cristal– parcialmente ocupado por oficinas, un gimnasio, un café internet y una agencia de viajes.
En un ángulo, junto a la puerta del edificio, se ubica una garita. Tiene sólo una ventanilla. El espacio es muy reducido, apenas suficiente para dos bancos, un catre de lona y un huacal sobre el que hay una cafetera eléctrica, dos tazas, un tarro con azúcar, una botella de agua y un rollo de papel higiénico.
Honorio y Eleazar, los veladores que la ocupan, procuran mantenerse despiertos conversando y afanándose en pequeñas tareas. Honorio, como es su costumbre, monda con un cuchillito una naranja de la que va desprendiéndose la cáscara en forma de cairel. Eleazar, por su parte, se afana en componer el radio de transistores, pero sólo consigue arrancarle un carraspeo molesto. Suspende su labor cuando escucha la risa de Honorio:
–No se le olvide: el que solito se ríe, de sus maldades se acuerda. Cuénteme... –pide Eleazar.
–Me reí porque recordé lo que me dijo Antoni el otro día: Abuelo, cuando te mueras, ¿qué me vas a dejar?
Nunca había pensado en el asunto de la herencia, pero mi nieto sí, y eso que no tiene ni seis años.
–Y usted, ¿qué le dijo?
–Como no tengo nada que heredarle inventé que iba a dejarle una sorpresa.
–¿Cuál?
–En ese momento no lo sabía y me puse a pensar en algo. No me gusta hacerle falsas promesas al niño, así que estuve pensando en muchas cosas que pudieran sorprenderlo y al fin me decidí por un cuaderno. Allí voy a contarle algo que tal vez nunca llegue a ver: cómo eran las funciones de circo que disfruté en mi infancia. Sólo de recordarlo se me acelera el corazón. –Hace una pausa para reprimir sus emociones:–Todo era maravilloso: la carpa, las luces, los estandartes, la música; pero en especial el desfile de los artistas por las calles invitándonos a la función. A un metro de distancia pasaban acróbatas; payasos; trapecistas; el domador con su uniforme rojo y oro enarbolando su fuete; Raiza, el forzudo de gran melena con anillos metálicos en los brazos; las gemelas contorsionistas. Nos despertaban especial curiosidad los carromatos donde se exhibían los animales: leones, perritos bailarines, changos y al final, caminando parsimoniosos, los caballos, el camello y Maggie, la elefanta enjoyada y cubierta de guirnaldas.
–En serio ¿se acuerda de todo eso?
–Son cosas que a uno, cuando está chamaco, se le quedan grabadas para siempre. Imagínese si no iba a impresionarme ver a los leones, muy quietecitos, subidos en pedestales coloreados en espera de otra orden de su domador –El Gran Rufo
–. Al final los hacía moverse al ritmo de un vals. Terminada la música rugían en señal de despedida y la carpa se llenaba de exclamaciones de asombro y aplausos.
–Ya nada de eso se ve en los circos que, además, están desapareciendo. ¡Lástima! ¿Y cómo se le ocurrió eso del cuadernito para su nieto Antoni?
–De casualidad pasé por el sitio donde siempre se instalaba el circo Camarena y sus Estrellas.
Allí ya no hay nada más que basura y unas armazones oxidándose. El terreno está en venta. En ese espacio de seguro levantarán un centro comercial donde los niños vayan los domingos para ver, en las jugueterías, tigres, leones, caballos, elefantes, osos y camellos de plástico.
II
El timbre del celular interrumpe a Honorio. Después de un saludo breve se vuelve hacia el sitio donde está colgada una hoja amarilla, llena de números y nombres:
–Déjame ver. A ti y a Esteves les toca guardia mañana. Por favor lleguen temprano. Mi compañero y yo necesitamos descansar.
Honorio termina la comunicación, se guarda el teléfono, parte la naranja y le ofrece una mistad a Eleazar.
–No, gracias, a estas horas lo que se me antoja es un café caliente. –Enchufa la cafetera y al tanteo vierte los trocitos solubles en una taza. –Honorio: ¿sabe que siempre me ha llamado la atención su gusto por las naranjas y la forma en que les quita la cáscara?
–Recuerdos... Mi padre pensaba que un niño tiene que ir, aunque sea sólo una vez, al circo. En las temporadas de Camarena y sus Estrellas
hacía hasta lo imposible por llevarnos a una función. Para no aumentar el gasto causado por los boletos comprándonos golosinas, siempre llevaba una bolsa con naranjas. En el intermedio las pelaba, así como ahora lo hago, y nos las repartía. El olor, el simple olor de esa fruta, me revive el ansia con que esperaba la segunda parte de la función. La abría un poni decorado con los colores del arcoíris –de allí su nombre– sobre el que iba haciendo equilibrios Raiza, una mujer diminuta como de seda, muy linda. Me gustó tanto el caballito que le pregunté a mi padre si podía comprármelo. ¿Y dónde lo metemos?
, preguntó él para seguirme la corriente. En mi cuarto. Allí no tendrá frío.
Mi ocurrencia le causó tanta risa que se le salieron las lágrimas.
–¿Piensa escribir todas esas cosas para que su nieto las lea? Si lo hace, ¿qué ganará?
–Enterarse de cómo fue mi infancia, pero sobre todo conocer un espectáculo que sin aquellos hermosos animales, y pese a la gran destreza de los artistas de hoy, nunca será el mismo.
–Mucho se dijo que en los circos los sometían a malos tratos durante los adiestramientos y que los explotaban. Para librarlos de eso se los llevaron a varios lugares.
–No sabemos exactamente a cuáles, pero no creo que hayan sido o sean felices allá. Leí en un periódico que muchos fallecieron de tristeza, deprimidos por el aislamiento y quizá también porque extrañaban su ambiente, la convivencia con los humanos, las risas de los niños, los aplausos, las luces... Con su ausencia de las pistas se desvanecieron algo del esplendor del circo y un poco de la magia que es propia de la infancia.