Domingo 2 de septiembre de 2018, p. a16
El escritor, traductor y diplomático Sergio Pitol nos aproxima a la vida de 10 novelistas ingleses mediante la narración de momentos estelares de algunos de sus autores favoritos y el estudio de una o dos de sus mejores obras con la finalidad ‘‘de hacernos partícipes de la adicción autoral por la literatura anglosajona’’. Los textos que articulan Adicción a los ingleses parecen perfilarse como relatos autobiográficos. Con autorización de la Editorial Lectorum, La Jornada ofrece a sus lectores un adelanto de esta obra
El mundo inventado por Dickens coincide muchas veces con el real, pero mantiene una fisonomía propia. Su existencia es un espejo impreciso, una forma metafórica de nuestra existencia. Su universo está forjado por una imaginación poderosa, poblado por una abigarrada y pintoresca humanidad cuyo sentimentalismo, manías, ideales, vulgaridad y sufrimientos de un modo u otro reflejan y a la vez intensifican o adelgazan nuestros sentimentalismos, manías, ideales y sufrimientos.
Sostenedor de la moral imperante y a la vez crítico acerbo de los males sociales, Dickens logró desde el momento de publicar Los papeles póstumos del Club Pickwick, su primera novela, conquistar al gran público, cuya devoción nunca perdió. En su producción literaria y periodística está siempre presente un afán de democracia, un deseo de divulgación de conocimientos y una solidaridad sentimental que correspondía perfectamente con el imaginario de la época. Si lo comparamos con los novelistas ingleses de una generación anterior encontramos que la primera y más acusada diferencia consiste en el cambio de la clase social que se retrata. Los protagonistas de Dickens se reclutan entre todas las variantes existentes de una zona que cubre desde la más íntima clase media hasta la capa superior de la burguesía, los forjadores –al fin y a cabo– de lo que conocemos con el término genérico de ‘‘moral victoriana”. El escenario no lo proporcionan ya las grandes casas de campo de la nobleza sino los locales característicos de la vida urbana. Y vale la pena señalar desde un principio que pocos escritores han logrado como él crear la magia de la gran ciudad.
Los intereses del actor cubren un gran sector de la vida pública y privada inglesa; educación, filantropía, religión, procedimientos legales, formas de gobierno, problemas de vivienda y protección social, mecanismos electorales, etcétera. Su estética se confunde, sobre todo al inicio, con el deseo de edificar moralmente a los lectores, como lo subraya en el prólogo a Martin Chuzzlewitt: ‘‘En mis obras he aprovechado toda oportunidad que se me presentaban para mostrar la necesidad de mejorar las condiciones sanitarias de las lamentables viviendas de los pobres.” Su abrumadora popularidad puede explicarse por el hecho de que en todos sus movimientos de cruzada social no se alejaba demasiado del punto de vista de la clase media.
Aunque la época victoriana no estuvo constituida por un mundo monolítico de ideas, como lo pareció durante muchos años, ya que desde sus inicios desarrollaron tendencias opuestas de tipo político, social, religioso y estético –es el periodo de Marx a la vez que el de Carlyle; el tiempo en que la Iglesia anglicana se dividió en distintas sectas, algunas con rasgos específicos muy marcados, el mismo en el que surgieron varias teorías que pusieron en crisis las concepciones religiosas hasta el momento firmemente establecidas; la época de Darwin, de Spencer, de Malthus; es también el momento apoteótico de la burguesía industrial y de su influencia decisiva en la vida política (dos fechas pueden marcar el periodo: 1832, año en el que se promulgó la Reform Bill, que se extendió el derecho a voto a la burguesía, y 1851, en que se celebró la primera gran Exposición Industrial de Londres, con la que Ricardo y Bentham crean las bases para una mayor expansión financiera del imperio–, también es cierto que la nueva clase se sentía en desventaja frente a la otra, a la que rápidamente iba desplazando, y ansiosa por crear un sistema de valores que lograra dar a su vida un tono de elegancia severa para desvanecer sus orígenes inciertos, intentó cubrirse con una fachada de respetabilidad, ésa sí monolítica. A partir de ese momento la moral familiar se redujo a un nivel de caricatura fúnebre.
La novela tiende entonces a conformarse a las costumbres imperantes y presentar por ello un nuevo modelo de hombre morigerado, emprendedor y responsable. Ciertos documentos de la época nos ilustran sobre la ceguera e hipocresía de aquella sociedad en sus cimientos. Baste saber que la prostitución organizada en Inglaterra arroja en la época victoriana mayores cifras que en cualquier otro periodo. Los reportajes sobre el trabajo infantil en las minas alcanzan casi el horror concentracionario de la Segunda Guerra Mundial. Pero de eso poco se hablaba en las novelas.
La obra de Dickens recoge todas esas vibraciones y contradicciones y se propone satisfacer las necesidades espirituales del lector medio. Dickens reconocía racionalmente la grandeza de su tiempo, su gran capacidad inventiva, saludaba con entusiasmo los mecanismos que aceleraban el proceso industrial y sustituían la diligencia por el ferrocarril, el barco de velas por el vapor, así como la eliminación de ciertos privilegios a sectores sociales o la extensión de garantías individuales a otros nuevos. Creía que los males aún no resueltos, sobre todo el de la miseria, se lograrían suavizar por medio de las campañas filantrópicas o por una permanente denuncia que haría a los ricos preocuparse más por los desposeídos. En ninguna obra suya encontramos propuesto un cambio radical como sostenían los críticos marxistas y sí, en cambio, descubrimos una desolación y un intenso sentimiento de acoso que anticipan en algunos momentos la obra de Kafka.
Hay también quienes insisten en el optimismo de Dickens pero ese elemento aparece únicamente en sus primeras novelas, cuando el escritor creía en el triunfo inevitable de la virtud. ‘‘Las primeras novelas –dice Bernard Shaw– fueron escritas para conmover, entretener, divertir; las otras, a partir de David Copperfield, para hacer sentir incómodo al lector.” Dickens era consciente de que el proceso de transformación industrial que se imponía en Inglaterra había hecho perder el sentido de espontaneidad y alegría de franqueza e independencia, en fin, las virtudes humanas instintivas que tanto admiraba en los escritores del siglo XVIII. En el mundo al que se enfrentaba el Dickens maduro, la vida de competencia era tan descarnada que el hombre se veía perpetuamente amenazado por la bancarrota, los tribunales y la prisión; la máscara de respetabilidad ocultaba a duras penas los colmillos salvajes; y en ese ambiente los magnánimos, los puros, los honestos siempre resultaban sometidos o eran destruidos.
La propia vida de Dickens ilustra muchos puntos sobre la ambigüedad existente entre su repudio a una sociedad injusta y el sometimiento a los valores creados por ella. Dickens nació en 1812 en Portsmouth. Sus abuelos habían sido sirvientes. Su padre, John Dickens, ocupaba un puesto en la tesorería naval, que le permitía vivir desahogadamente y mantener a sus hijos en colegios de cierta categoría. La mala administración de sus ingresos le condujo a prisión, de donde logró salir gracias a una herencia providencial. Dickens tuvo que suspender sus estudios y comenzar a trabajar a los doce años en una fábrica de betún situada en uno de los barrios más miserables de Londres, al lado del Támesis; donde cuando subía la marea, el agua cubría el suelo; bajo los pies de los trabajadores corrían las ratas. Dickens, como después David Copperfield, trabajaba de la mañana a la noche, sabiéndose condenado a llevar esa vida a perpetuidad. Su única salida consistía en visitar a sus padres los domingos en la cárcel. La desesperación le producía a menudo ataques nerviosos que lo dejaban sin sentido durante varias horas. Ese periodo le produjo un trauma perdurable. Sólo a un amigo íntimo, John Forster, le confío muchos años después esas revelaciones, que había ya novelado en David Copperfield (...)