a Comisión Nacional de los Derechos Humanos exhortó ayer a los gobiernos saliente y entrante a hacer frente a saldar la deuda que tiene el Estado con las víctimas de desaparición y con sus familias, particularmente en los casos de desapariciones forzadas, la gran mayoría de las cuales no han sido esclarecidas, constituyen un delito que sigue cometiéndose en tanto los afectados no aparezcan. Más allá de la obligación elemental de los poderes públicos de salvaguardar los derechos de las personas a la vida, la libertad y el libre tránsito, la Ley General de Víctimas establece el deber de las autoridades de hacer efectivos los derechos a la verdad, la justicia, la reparación y la garantía de no repetición.
Por su parte, Jan Jarab, representante en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, señaló que en México ni siquiera tenemos el número de personas migrantes que han desaparecido en décadas recientes, mucho menos sabemos en dónde están
, en lo que constituye un claro ejemplo de la carencia de políticas públicas para proteger la vida y la seguridad de las personas, de la ausencia de reacciones policiales y judiciales mínimamente adecuadas en los casos de desaparición y, en particular, de protección a los migrantes que llegan a nuestro territorio, sea con el propósito de permanecer en él o con la intención de internarse al vecino país del norte.
El caso más emblemático de desapariciones forzadas es, sin duda, el de los 43 estudiantes normalistas ocurrido el 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero, que está a punto de cumplir cuatro años sin que en ese lapso las autoridades hayan sido capaces de llevar a cabo una investigación convincente y rigurosa, pese a la enorme presión nacional y mundial y al altísimo desgaste político experimentado por el gobierno federal saliente. Y esa tragedia es sólo una muestra extrema de las decenas de miles de desaparecidos pese a las estrategias de seguridad pública y combate a la delincuencia aplicadas desde el sexenio pasado y en el que está por terminar.
Ante esta desastrosa herencia, es claro que el próximo gobierno deberá, por una parte, emprender un viraje radical con el fin de disminuir drásticamente los índices del delito de desaparición forzada y, por otra, aplicarse en resolver los casos ya existentes.
Más allá de la voluntad política que debe empeñarse en esclarecer, hacer justicia y reparar el daño a los familiares de desaparecidos, es claro que la magnitud del problema debe llevar a la adopción de una estrategia con medidas excepcionales temporales en los ámbitos judicial, político, social y económico, denominada justicia transicional, para recomponer los gravísimos daños causados al tejido social por la violencia y la inseguridad, resarcir en alguna medida a las familias afectadas, restañar la confianza de la población en el Estado como garante de la vida, la seguridad y la libertad de las personas, además de garantizar que las atrocidades no volverán a repetirse nunca más.
No será, ciertamente, un asunto fácil. Por el contrario, todos los procesos de transición hacia la pacificación conllevan momentos sumamente dolorosos, exasperantes y que demandan la aplicación a fondo de las autoridades en la investigación, la procuración e impartición de justicia y el acompañamiento para los afectados. Pero no hay otra solución posible.