l sábado, en Caracas, en el curso de una ceremonia de la Guardia Nacional Bolivariana, se perpetró un atentado contra el presidente Nicolás Maduro por medio de drones cargados de explosivos. Aunque el mandatario salió ileso, siete militares resultaron heridos. Un grupo denominado Operación Fénix y una cuenta de Twitter llamada Soldados de Franelas se atribuyeron la agresión.
Independientemente de lo que llegue a determinarse acerca de la autoría intelectual del ataque –las autoridades venezolanas detuvieron a seis personas presuntamente relacionadas con la acción y el propio Maduro apuntó a círculos de extrema derecha en Miami y acusó de complicidad al presidente saliente de Colombia, Juan Manuel Santos, lo que fue rápidamente desmentido desde Bogotá– y de la opinión que se tenga acerca del régimen bolivariano, el atentado es un acto condenable e inaceptable que introduce un factor de violencia e incertidumbre en la de por sí complicada situación política de la nación sudamericana, y multiplica con ello las dificultades para encontrar una solución institucional, pacífica y consensuada a la crisis en ese país.
Como cabría esperar ante cualquier agresión física a un gobernante, las autoridades de Francia, Rusia, España, Siria, Irán y otros países condenaron el ataque y otro tanto hicieron la Unión de las Naciones Sudamericanas (Unasur), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA). Resulta inexplicable, en cambio, el silencio que han guardado otros gobiernos, como los de Estados Unidos y México, y organismos como la Organización de los Estados Americanos (OEA), cuya secretaría general, a cargo del uruguayo Luis Almagro, ha mantenido una abierta belicosidad en contra del gobierno de Venezuela y una injustificable parcialidad en el conflicto entre las autoridades de ese país y los grupos opositores.
Es claro que si cualquier otro presidente del hemisferio hubiera sido el objetivo de un atentado, quienes ahora callan se habrían apresurado a manifestar su repudio a la agresión y su solidaridad con el afectado, lo que denota un doble rasero basado en la animadversión ideológica contra Maduro. La violencia política y los atentados terroristas –si es que el del sábado pasado en Caracas alcanza tal calificativo– deben ser condenados sin miramientos vengan de donde vengan y sean cuales sean sus posiciones y sus discursos justificatorios. En la medida en que se ignora esa noción, las endebles democracias latinoamericanas no son capaces de actuar en conjunto ante los intentos disruptivos que las amenazan, como se ha visto en el pasado reciente en Honduras, Paraguay y Brasil.
Otro tanto cabe decir de la mayoría de los medios informativos internacionales, los cuales, con unas cuantas excepciones, han gastado en la ocasión más bytes, minutos y tinta en proseguir sus descalificaciones rutinarias del gobierno chavista que en señalar lo inadmisible que resulta un intento de homicidio en contra de un jefe de Estado.
Se puede simpatizar o no con Maduro y con el régimen venezolano, pero es alarmante que se minimice, relativice o ignore la tentativa de magnicidio que tuvo lugar en Venezuela.