n tsunami acaba de arrasar Francia. Por fortuna, hasta ahora no hay víctimas. Desde la victoria del equipo francés de futbol que se calificó para la final de la Copa Mundial en Moscú, disputada contra el equipo de Croacia, una gigantesca ola cayó sobre todo el territorio del país, inundando a su paso desde el más pequeño pueblo hasta la capital. Una oleada de alegría. En las calles, las sonrisas florecieron como margaritas en primavera; en los restaurantes, los bistrós, los cafés, no se escuchan sino estallidos de risa. En cuanto a los diarios y demás medios de comunicación, repiten, cantan y gritan todo el día el mismo refrán en todos los tonos: Allez les bleus! (Vayan los azules, traducción literal; Adelante los azules, en versión, como sugería Paz).
Tal fenómeno podría turbar incluso el espíritu más indiferente. ¿Cómo es posible que todo un pueblo pueda levantarse de un brinco a causa de un simple partido de futbol? Gentíos enormes cantan el himno nacional, La Marsellesa, a gritos, sin preocuparse para nada si emiten notas falsas; niños, chicas o chicos, adultos, jóvenes o viejos, pintan sobre sus mejillas los tres colores de la bandera francesa: azul, blanco, rojo. Quedan atrás el negro, blanco, mantequilla, colores de un mosaico francés que intentó formar una unidad y concluyó en abucheos al himno nacional o las bocas mudas de los futbolistas venidos a Francia de otros países. En suma, el oleaje que se levanta es la ola del patriotismo.
No se trata de nacionalismo, y menos aún de xenofobia, sino de reconocimiento de una patria. Y del deseo de triunfar, la gagne (la gana de ganar), en contra del ideal de poeta maldito, de looser y perdedor puesto a la moda por el ciclista, siempre segundo del tour de France, el popular Raymond Poulidor. La noche de la victoria de los franceses sobre sus vecinos belgas, se abrazaban entre primos, aunque unos llorasen su derrota y otros festejaran su triunfo. No era una verdadera guerra, era una especie de metáfora, una guerra sin muertos. El privilegio del deporte es que a veces consigue representar un espectáculo teatral de la vida. Acaso por ello toca tanto la emotividad del público. Adulto o infante, el aficionado se identifica con los jugadores. Es él quien se desplaza y patea el balón con destreza y una fuerza que lo impulsa a gritar y aplaudir cuando entra un gol. Aplaude al campeón, desde luego, pero parte de las ovaciones recae sobre él. Gracias a él, el futbolista juega bien. Y no se equivoca. Los campeones reconocen que tienen necesidad de sentirse amados. Después de todo, son humanos por semidioses que parezcan.
Que un país amenazado por graves problemas, como es Francia –desempleo, deuda, terrorismo, provocaciones de Trump–, tenga necesidad de hacer la fiesta, de saludar su bandera y de cantar su himno, prueba que, a pesar de todo, quiere guardar la esperanza. Se trata de una necesidad. Si algunos jugadores de futbol ayudan a salir del pesimismo y de la desesperanza, no se puede sino felicitarlos. Si el deporte vuelve dichoso, viva el deporte.
No osaría juzgar desde el punto de vista técnico las calidades de cada equipo y cada jugador. Hoy es una ciencia hablar táctica y estrategia de los futbolistas, existe incluso una jerga particular. Observar lo que pasa alrededor y más allá del balón redondo y cuáles prolongaciones en toda la sociedad pueden ser provocadas por un tsunami deportivo es objeto de una meditación apasionante.
En un momento cuando tanto se habla de la exigencia de construir un sistema de educación de calidad es provechoso recordar que el deporte puede ser, como el estudio de la lengua o las matemáticas, una excelente manera de educar. Aprender a jugar juntos, integrarse a un equipo, no hacer trampas, todo eso se aprende. Y desde la más tierna edad. Mens sana in corpore sano, decían los antiguos. Recordemos la sabiduría de los ancestros, a veces más modernos que los contemporáneos.