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Reconciliar para reconstruir
D

espués de las elecciones del domingo próximo nos encaminamos a un nuevo régimen. En un corto periodo de 21 años se intentará por segunda vez.

La primera transición. De 1977 a 1997 se realizó gradualmente, con avances y retrocesos, una transición que modificó radicalmente el espacio electoral. Se estableció el principio de que el voto cuenta y se cuenta. La principal expresión de esa transición fue un sistema de partidos que sustituyó al régimen de partido casi único o hegemónico. Se suponía que el nuevo sistema de partidos contagiaría o, dicho de manera menos coloquial, generaría las condiciones para transformar a los otros poderes del estado sin necesidad de un pacto fundador a la manera española o chilena.

La gobernabilidad. Más que de actos fundadores, la transición mexicana, gradual en sus ritmos, fue sobre todo una mezcla de acoplamiento institucional y transformismo político. El eje autoritario del viejo régimen: presidencialismo más partido hegemónico más interacción entre reglas formales establecidas en la Constitución, y un amplio abanico de reglas informales y facultades meta-constitucionales; se fue paulatinamente debilitando sin ser sustituido por otro arreglo de gobernabilidad acorde con un contexto de mayor pluralidad y competencia electoral.

Decadencia administrada. Lo que siguió a partir de 1997 ni siquiera fue continuidad bajo la conducción de otro partido, sino una consistente decadencia en donde el centro político se desmadeja, combinada con una emancipación desordenada tanto de las entidades federativas como de franjas de la sociedad, al tiempo que opera la colonización de franjas del aparato estatal o de territorio nacional por un sinnúmero de poderes fácticos, incluyendo el crimen organizado. Este régimen especial ha generado un escaso crecimiento económico, una metástasis de la corrupción, una crisis mayúscula de seguridad pública y un vaciamiento de las formas de intermediación política.

El contexto actual. El nuevo régimen enfrentará un Estado muy debilitado, una generalizada fragmentación social y política, y una polarización sobre todo entre las élites. Nada de esto es resultado de esta campaña electoral. Vienen de más lejos: del fracaso de dos modernizaciones, la económica y la política, y de una guerra, la denominada guerra contra las drogas. Pero en ese contexto y con una creciente ola de expectativas, comenzará el nuevo régimen, la segunda transición.

La segunda transición. La segunda transición supone dos tareas centrales: la reconstrucción del Estado y la configuración de un nuevo sistema de intermediaciones políticas y sociales. No será la obra solamente ni de un individuo, ni de un partido, ni de un movimiento, ni de un grupo de expertos o de intelectuales. Todo eso se requiere. Un liderazgo político claro y con solvencia moral, un sistema de partidos que se reconstruya a partir de los resultados de las elecciones del domingo, movimientos sociales de campesinos, obreros, estudiantes, colonos, organizaciones no gubernamentales que luchen por causas y demandas específicas, expertos para afinar las políticas y comentaristas e intelectuales para ejercer la indispensable crítica en todo régimen democrático.

La segunda transición no será rápida ni sencilla, requerirá paciencia y comprensión de que la magnitud de la reconstrucción va más allá del nuevo sexenio. Del primero de julio al 30 de noviembre se juega literalmente el sentido de esta transición y la capacidad del nuevo grupo gobernante para hilar alianzas y concitar consensos.

Omni determinatio est negatio. Creo vehementemente en la máxima de Spinoza. Por ello nunca he pensado que en opciones cerradas uno escoge la menos mala. Se escoge lo mejor dentro de lo disponible, o te abstienes. No es mi caso. El mejor capacitado para enfrentar esos retos porque conoce bien el país, sus habitantes y sus humores, creo que es López Obrador.

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