ace un par de días, un juez federal del estado de California emitió una orden que obliga a reintegrar a sus familias a los niños separados de sus padres migrantes desde abril pasado. La orden está dirigida a las autoridades a cargo de los centros de detención, y establece un plazo máximo de 30 días para devolver a los niños.
Y, acaso lo esencial, recomienda que los mismos funcionarios encargados de esos centros se ocupen –vía telefónica– de localizar a los padres. La eficacia que tenga o no esta medida queda por verse. Más de 2 mil niños continúan como detainees en lugares ignotos, y cuyo paradero se desconoce por completo. Cierto, la dedicada acción de activistas, periodistas, organismos de defensa de los migrantes y los padres ha logrado ya localizar la ubicación de 97 centros de retención. De los otros se desconoce su dirección.
¿Por qué las autoridades estadunidenses mantienen en secreto la localización de los centros de detención infantil? La razón es sencilla. Lo contrario, los convertiría en plazas de la demanda del cuantioso movimiento de respuesta contra la partición familiar de los migrantes que provienen de México y Centroamérica. Lo que siempre sorprende en Estados Unidos es la capacidad de los poderes locales (jueces, alcaldes, legisladores…) no sólo para oponerse a medidas presidenciales, sino para bloquear su ejecución. Pero nadie se hace ilusiones. El edicto inicial de Trump, que ordenó a las autoridades fronterizas proceder con las detenciones sin investigación ni juicio alguno, ponía en entredicho al poder de las jurisdicciones locales.
El ordenamiento del juez de California sólo tiene el propósito de defender este poder, no de abolir las leyes que criminalizan a los migrantes. Sus palabras al respecto fueron claras: Esta orden no implica la autoridad discrecional del gobierno para aplicar leyes migratorias u otras legislaciones penales, incluidas sus decisiones de liberar o detener a los miembros del grupo. Más bien, la orden sólo aborda las circunstancias bajo las cuales el gobierno puede separar a los integrantes del grupo de sus hijos, así como la reunificación de los miembros que son devueltos a la custodia de inmigración al finalizar cualquier proceso penal
, explicó.
En rigor, la política de separación de familias (en crisis ahora por la onerosa y terrible detención de los niños) no es más que una continuación y una afirmación de un fenómeno que se ha prolongado durante décadas. La única novedad es que Trump no resistió la tentación de hacerla pública y escénica.
Cuando un migrante cruza la frontera desde México, pagando en la actualidad cifras que llegan hasta 7 mil dólares, ha firmado un doloroso viaje sin retorno. Desde la década de los años 80, la política de migración estadunidense está basada en una estrategia que se podría definir como el paradigma de la ratonera. Los migrantes ingresan sin documentos y devienen ilegales. Un estatus que los inhabilita como ciudadanos con derechos mínimos durante décadas. Ahí comienza la primera separación. ¿Quién arriesgaría el peligro y los costos para volver a México y regresar al país del norte una vez más por ese sinuoso camino? A lo largo de años, cientos de miles de familias han sido separadas para siempre: madres que nunca más vuelven a ver a sus hijos, hijos e hijas que nunca rencuentran a su padre, hermanos que nunca más estarán sentados en la misma mesa. Las razones del paradigma de la ratonera no son tan evidentes. Pero hay una que resalta: desalentar a toda costa los lazos que unen a los migrantes con sus casas, pueblos y lugares de origen.
En las décadas de los años 60 y 70, españoles, griegos y yugoslavos que emigraban a Alemania y los países de Europa del norte, podían ir y venir sin problema. Nada de esto ha sucedido nunca en Estados Unidos. Hay estudios que muestran que sin la mano de obra mexicana, la industria de California, los cultivos de Chicago y los servicios de Nueva York simplemente no serían competitivos frente a China y en el mercado mundial. La clave: la condición ilegal de la existencia de los migrantes.
Sin embargo, en el caso mexicano, este sistema de invisible incautación de cuerpos se lleva siempre sus sorpresas. La primera es que los envíos de remesas no ceden. Los lazos que atan a la diáspora mexicana con su origen obedecen a la noción de una nación extendida. Y, en segundo lugar, una cultura siempre capaz de responder a la exclusión con la reinvención de una sociedad propia.
El secretario de Justica de la Casa Blanca recién afirmó que los campos de detención infantil no eran como los campos nazis, porque éstos se proponían impedir que los judíos salieran de ahí
. En principio, Jeff Sessions admitió la posibilidad de la comparación. La realidad es que la paradoja de la ratonera tiene otra función esencial, la cual comparte con los centros de encierro de los niños: elegir a los más aptos para que maximicen el rendimiento de la estancia. Una suerte de posdarwinismo estilo siglo XXI. Y los niños son los menos aptos para cumplir con esta función.