10 minutos de desesperación y 80 de alegría
Miércoles 27 de junio de 2018, p. 8
Moscú
En su primer partido con un rival de verdad, Uruguay, el lunes anterior Rusia se desplomó de la nube, exhibió el pobre nivel que tenía antes de comenzar el Mundial –el lugar 70 en el ranking de selecciones de la FIFA, el peor de los 32 participantes– y recibió una goleada charrúa. Ahora, sólo un milagro de San Jorge puede evitar que la Sbornaya se despida de su afición y de la Copa, cuando concluya su encuentro con la España de Iniesta y compañía, el siguiente domingo, en el estadio Luzhniki de la capital rusa. Veremos qué pasa.
Mientras tanto, este miércoles, sobre las 10:45 am, más los minutos adicionales (hora de México) que conceda Néstor Pitana antes de pitar el final, sabremos si México, para mayúscula sorpresa de todos –empezando por los propios seleccionados tricolores y su ahora aclamado entrenador Juan Carlos Osorio– corona su participación con tres de tres victorias o, si se impone la perversa ley del ya merito, queda en segundo lugar de su grupo o, de plano, fuera del Mundial por el traicionero gol average y, en desenlace aún más cruel, un simple bolado nos manda a volar de regreso al terruño, en caso de terminar igualados en puntos, goles y tarjetas con los otros dos aspirantes, Alemania y Suecia.
Si usted desayuna temprano, tendrá tiempo suficiente para echarle un ojo –sólo tendrá ojos, a partir de las nueve, como todo el país, para ver el encuentro de México con Suecia– al relato de qué pasó en Moscú antes del segundo partido del Tri, el sábado anterior ante Corea del Sur.
Pocos rusos y muchos extranjeros
Resulta que, con voluntad de sacrificio y presión del reloj, quien recopila la información para estas crónicas, con tal de darle rigor científico a la tesis de que van pocos rusos a los estadios, se lanzó al estadio Spartak donde Bélgica se enfrentaba a Túnez, convencido de que valía la pena ver el equipazo que trajeron los Diablos Rojos: se cumplió el vaticinio y se merendaron a los tunecinos con una manita y cual platón de cuscús.
Hubo, en efecto, muy pocos rusos y muchos extranjeros entre el público, pero lo novedoso fue que los escasos locales que estaban en el estadio, como si tuvieran consigna, de pronto comenzaron a corear su pacífico grito de guerra: ¡Rossiya! ¡Rossiya!
, que como ya habrán explicado los narradores de los partidos en la tv mexicana, aunque no hace falta y se sobrentiende, significa Rusia
, grito que todos los presentes –belgas, tunecinos, mexicanos, argentinos, brasileños, peruanos, colombianos, franceses y hasta el mismo grupo de haitianos que volvieron a ser vistos en la fila para comprar cerveza– repetían con ronca voz (por los estragos del vodka de la noche anterior) con la misma alegría de los niños de una guardería cuando cantan su primera canción de don Francisco Gabilondo Soler, el inolvidable Cri-Cri.
Descartada la tercera opción para ver el partido, pues este tecleador de textos no tiene tantos amigos aquí para reunir el dinero que hace falta para el boleto de avión, hotel y entrada al estadio en Rostov del Don, quedaban dos: verlo en su sillón favorito, botella de tequila presidiendo una mesita con la sal y el limón, lo que suponía un gasto mucho menor que ir a la tierra de los cosacos –de hecho sólo habría que disculparse con el vecino de abajo, pagarle la estancia en el hospital y comprarle una nueva lámpara, en el probable caso de que se hiciera añicos al caer sobre su cabeza por los saltos al celebrar un gol del equipo mexicano–, o ir a un sitio donde fuera posible pasar inadvertido entre tanto saltador, perdido entre los paisanos que tampoco consiguieron recursos para viajar y seguramente encontraría en el centro de Moscú.
Elegida la segunda variante, por estar más cerca, el tequila estaba asegurado en ambas, raudo y veloz salió este apuntador de historias mundialistas para llegar a la Casa de México, donde se ofrece Una probadita de México y pasan los partidos en pantalla gigante, a una cuadra de la Plaza Roja, hasta topar con la barrera en que dos sonrientes señoritas vestidas de policía en un perfecto inglés recibían a los sudorosos aficionados que corríamos para llegar antes de que Milorad Mazic se llevara el pito a la boca para anunciar que, cantados los himnos, ya era hora de mover el balón.
Un regalo de la Virgen
Detenidos por la fuerza encarnada en las frágiles ninfas, los desesperados corredores (ojalá fuéramos de bolsa, en un día de suerte) exigimos una explicación, que nos cayó como patada de mula en el trasero cuando, la vocera de ambas, nos dijo, esta vez en perfecto ruso, que la Plaza Roja estaba cerrada, y por consiguiente los alrededores, pues los escolares, como ellas eran el año pasado, celebraban esa noche el fin de clases, iniciando vacaciones los más pequeños, mientras los mayores suelen aprovechar las noches blancas para encontrar la sombra de un árbol y despedirse a solas de sus compañeras de salón.
Rumiando nuestra mala suerte, camino de regreso al Metro nos sentimos Juan Diego en el cerro del Tepeyac cuando se nos apareció lo que creíamos un regalo de la Virgen de Guadalupe: un antro de comida tex-mex que al menos tendría tequila y, por supuesto, televisión.
Pues bien, más bien mal comenzó la transmisión, ya que durante los primeros 10 minutos, para angustia de las fanaticada mexicana que ocupaba todas las mesas, la televisión rusa seguía empeñada en mostrar las últimas vueltas de una interminable carrera de fórmula uno, mientras subían los decibles de la rechifla mexicana, con desgarradores gritos de ¿quién tiene el control?, que le cambie el cabrón
. Y el infeliz aludido empezaba a cambiar de canal febrilmente hasta volver al punto de partida: los pinches coches dando vueltas.
De nada sirvieron los llamadas a la calma de quienes podíamos entender la disculpa por la demora en ruso que salía en la pantalla. Cuando, por fin, cambió la imagen y, en lugar de los bólidos, vimos pasar por la banda como flecha al Chicharito Hernández, estalló una ovación y los paisanos empezaron a disfrutar.
Resultó una experiencia enriquecedora compartir 10 minutos de desesperación y 80 y tantos minutos de alegría con mexicanos llegados desde varios lugares de la República Mexicana. Hacía tiempo que este anotador de relatos no se sentía en las gradas del Azteca y, sin duda, pudo renovar el repertorio de mentadas y chascarrillos que lanzan los fans frente a una pantalla, como si los oyeran los jugadores. Cuando, con 2-0 de ventaja, Osorio sustituyó a Lozano, explotaron los gritos que exigían un premio para él: “¡Traigan putas para el Chucky!”, repetido como necio estribillo de un típico canto de briagos.
Creyéndose en el estadio Olímpico de CU, este registrador de anécdotas, volvió la vista atrás. Había, y muchas, jóvenes rusas muy guapas con minifalda (por el calor, seguramente) y rostro de tener ganas de averiguar cómo hacen el amor y cantan las rancheras los mexicanos, como les contaron y cantaron en la cuna sus abuelas tras disfrutar, en la época soviética, alguna película de Pedro Infante o Jorge Negrete.
Al término del partido, mientras todos brincaban de gusto, este cronista –en funciones de reportero– salió corriendo a la farmacia más cercana para ver si había preservativos.
No sea usted mal pensado, la intención era simplemente realizar un segundo experimento. Imagínese cuál fue el resultado: en esa y en las otras dos farmacias de la zona que visitó obtuvo la misma respuesta: No hay, están agotados
.
Desde que comenzó el Mundial las farmacias de la calle Nikolskaya y aledañas experimentan una alarmante escasez de condones. El doble de la dotación diaria habitual –explicó una aburrida empleada– se agota en un abrir y cerrar de piernas, como bísquets recién horneados en café de chinos en Ciudad de México.