ué aturdimiento. Qué bruto. Nos habían bombardeado, gaseado, rafagueado, embarrado, salpicado, escupido, gritado, payaseado, halagado y criminalizado tanto que nos alivió que todo hubiera pasado. Enfrentábamos la cruda y lo que le sigue. La mayoría ni piyama nos alcanzamos a poner la noche anterior, y el síntoma más compartido a la hora de intercambiar impresiones matinales era ese agudo clavazón de una moneda de canto en cada sien tratando de taladrarnos el cráneo. ¡Y la luz! Cuánta, uta, pérense, oye, Chula, ¿bajas las persianas, plis? Mi reino por un rato más de penumbra.
Acostumbrarse al fin de la noche, a regresar del sueño despiadado que durmió con nosotros, in extremis después del clímax de una Temporada en el Carajo que ni Rimbaud. Cosa de cada quien lo que se meta: medicamentos, expreso doble, su remedio de elección o adicción, o un trago de fuerte para animarse a despertar. Los afortunados que en sus tomas recibieron agua corriente se entregaron a la purificación de la regadera. Los más, con limitada accesibilidad al precioso líquido, apenas se echaron un chorro al rostro y quizás al cuero cabelludo. Los dientes sí nos los lavamos todos. Creo que nunca hubo una humanidad más unánime en esa urgencia de higiene bucal, nadie remoloneó ni lo pospuso. Y es que la dentadura y el paladar a todos nos sabían a óxido, ácido o carroña. La saliva espesa, de colores indescriptibles, tuvimos que enjuagarla. La lengua la sentíamos como un zacate seco con vida propia. Entre los dientes se aferraban restos y pellejos. A los que se habían salvado de sufrir cefalea les tocó dolor de muelas, que es más de lo mismo pero peor.
Refrescados al fin, uno por uno salimos de casa, colocados en algo necesariamente artificial, pues esa mañana nos encontrábamos en bancarrota de hormonas, feromonas, electrolitos y mediadores químicos, e intentábamos restablecer las sinapsis básicas para la razón, los reflejos vitales, la percepción consciente, y con ella la capacidad de autoengaño sin la cual no toleraríamos la intemperie que nos aguardaba atrás de la puerta.
Todavía con vestigios de ebriedad por entusiasmo, odio, ardor, codicia, esperanza, vanidad o desprecio racial-ideológico-religioso-clasista-económico-y-social, nos comenzamos a tropezar con piedras y varillas torcidas que nos estorbaban la marcha por las calles. Qué pasó, nos preguntábamos. Que vengan los profesores, que nos expliquen. Que salgan de sus madrigueras, y de la caja del televisor, los caciques culturales a cargo del rebaño, y admitan que no entendieron ni pío. Las pirámides derruidas, los acueductos desviados, los puentes colapsados. Se encharcó donde no debía. Las avenidas y los callejones hechos un lío, o un desierto a causa de los líos y del caos. Cadáveres de ayer, escombros, botellas rotas, bolsas de plástico en cantidades alarmantes.
Por donde antes se filtraban la información y las mentiras ahora se fugaban gases y derrames pestilentes. Los vientos revoloteaban, libres y encontrados. Los agricultores y los pepenadores parecían en condiciones de alimentarse mejor que los demás. La gente empezó a comer de su propia basura y, a su modo, lo disfrutaba. Unos a otros nos comenzamos a echar la culpa de esto y de lo otro, de todo, como si el desprecio que nos veníamos dispensando mutuamente no fuera suficiente ridículo.
La saliva, como el agua, había caído en poder de acaparadores profesionales dedicados a la labia. Con la boca reseca, pugnábamos por remover ladrillos y brasas, o espulgábamos archivos y bases de datos sin quitarnos los lentes oscuros porque el sol, blanco como una página de papel vacía, nos taladraba la retina. Como seguía la polvareda, nos costaba ver claro el alivio.
(No es sino hasta que alzo los ojos y me arranco las lagañas que, sobre los valles y el horizonte, la mañana se evapora, trepa los cerros, los viste de blanco y los enamora.)