Políticos Aplican sorpresas
Sólo 10% de la población puede comprar boletos
Lunes 25 de junio de 2018, p. 8
Moscú
Clasificados ambos para octavos, Rusia y Uruguay resolverán este lunes a patadas y cabezazos, y uno que otro codazo en la cara, quién queda primero del Grupo A, a partir de las nueve de la mañana (hora de México), en la ciudad de Samara, pero al margen de cuál resulte vencedor del pleito los dos tendrán que bailar, como se dice en la feria de bellezas mundialistas, con la más fea.
El destino –o sea, los cruces programados por los alquimistas de la Federación Internacional de Futbol Asociación (FIFA), siempre pendientes de satisfacer los voraces apetitos de los patrocinadores– les depara enfrentarse a España o Portugal, rivales igualmente terroríficos sin importar en qué orden figurarán al sumar los puntos de sus tres partidos en el sector B.
Ello depende de cuántos goles le metan a Marruecos los jugones de Hierro (o si usted prefiere la furia roja con minúsculas: color sangre por la cara de vergüenza de Julen Lopetegui al anunciar, en la víspera del Mundial, que prefería entrenar al Real Madrid por 3 millones de euros más al año, y el rostro furioso del presidente de la Real Federación Española de Futbol, Luis Rubiales, al cesarlo de modo fulminante) y Cristiano Ronaldo a Irán, en caso de que pueda encontrar más de un resquicio entre las piernas de los 11 jugadores que su paisano, Carlos Queiroz, el iluso entrenador luso de la antigua Persia, suele colocar delante y detrás de su portería.
Para Rusia llegar al cuarto partido, por vez primera desde hace 32 años, es todo un éxito y provocó un estallido de locura entre los rusos aficionados al futbol, que después del encuentro con Egipto salieron de las cantinas a la calle del centro de San Petersburgo, donde se jugó, de Moscú y de otras ciudades para celebrar la victoria.
Esa explosión de efusividad, claxonazos y voluptuosos contoneos de muchachonas sobre las mesas de los restaurantes y bares, ondeando la tricolor (blanca, azul y roja), hizo pensar a muchos extranjeros que tuvieron la suerte, mejor dicho: la lana, de venir a Rusia que todos los habitantes del país anfitrión rebosan felicidad por la clasificación de la Sbornaya. ¿Será?
Lo que sucedió, cuando Rusia doblegó a Egipto con el minusválido Mohamed Salah, en las calles aledañas de la moscovita Plaza Roja y en la zona vedada que las autoridades llaman festival de los aficionados, junto a la Universidad Lomonosov, confirma que el exceso de alcohol ingerido no sólo afecta el hígado, sino también distorsiona la vista.
Porque las imágenes de euforia rusa, sean fotos o videos, ahí captadas de la minoría agraciada no dejan ver que existe en Rusia una mayoría que jamás pagaría la mitad de su salario para ir a un estadio, una sola vez y sin garantía de que gane su equipo.
Por cada ruso que vimos saltando por la supuesta proeza de pasar de ronda tras imponerse, ¡hágame usted el favor!, a Arabia Saudita y Egipto, hay por lo menos 10 más que no les interesa el futbol –cien mil rusos ya firmaron la petición de anular el anunciado aumento de la edad de jubilación– y sólo están pensando en que los defraudaron por cuanto podrán recibir una ínfima pensión ocho años más tarde que ahora, si son mujeres, y cinco, si son hombres.
Es una de las primeras sorpresas –promesa incumplida, para decirlo sin ambages– que trajo la enésima relección del presidente Vladimir Putin, quien como candidato juró y perjuró que no subiría la edad mínima de jubilación, como tampoco lo haría con el impuesto sobre el valor añadido (IVA). Su vocero, Dimitri Peskov, cree que sus compatriotas son retrasados mentales y asegura, sin asomo de vergüenza, que el mandatario nada tiene que ver con las repudiadas medidas draconianas, dizque decisión exclusiva del gobierno encabezado por el primer ministro Dimitri Medvediev, quien –eso no lo dijo– sólo cumple órdenes del gran jefe.
Ven los juegos por televisión
Este Mundial, como sucede en cualquier país sede, revela en toda su desgarradora dimensión la brecha cada vez mayor que hay entre ricos y pobres en el país anfitrión. Veamos: los 535 mil rusos cuya familia tiene un presupuesto anual equivalente a más de un millón de dólares y que en su mayoría residen en Moscú y otras grandes ciudades –o si usted es adepto a otro tipo de comparaciones: el 10 por ciento de la población que posee 90 por ciento de la riqueza nacional– desde luego están en condiciones de comprar los boletos más caros en cualquier estadio.
El resto de los rusos, si le gusta el balompié, prefiere verlo por la tele. La conclusión se basa en el experimento, tan empírico como masoquista, de ir al estadio a un partido del montón, de esos que no acaparan la atención, digamos un Polonia contra Senegal, no obstante que el duelo de goleadores entre Robert Lewandowski y Sadio Mané prometía compensar el gravoso costo del boleto (al final resultó un fiasco: ninguno de los dos tocó el balón más de tres veces).
Pero quien se haya prestado a ser una suerte de conejillo de rusias, atraído como estímulo adicional a la hermosura de las ausentes rusas por la legendaria belleza de las polacas que de seguro adornarían las gradas, pudo comprobar que 90 por ciento de los aficionados que acudieron, el pasado 19 de junio, al estadio Spartak, de Moscú, eran extranjeros, la mayoría de origen polonés; había un centenar de senegaleses y el resto provenían, a juzgar por sus multicolores vestimentas, de todos los rincones del globo terráqueo. Y también asistieron 4 mil rusos, aunque los palcos privados de los magnates estaban vacíos.
Esta preminencia de foráneos en los sitios mundialistas, no se diga en las cantinas al aire libre que los sedientos visitantes han convertido el centro de las ciudades sede, inspira a algunos anfitriones pillos a pergeñar amorales formas de sacar unos rublos de más a los confiados huéspedes.
Abundan los ejemplos: los taxistas que cobran el doble a un extranjero que a un ruso por una llevada similar son ya un clásico de este Mundial, igual que el restaurante que mandó imprimir la carta en ruso e inglés, pero donde los mismos platos tienen precios diferentes en rublos y, por supuesto, son ostensiblemente más caros en caracteres latinos que cirílicos.
Se conocen al menos dos casos de entradas para el partido inaugural con asientos que no existen en el estadio Luzhniki y la FIFA aún no sabe cómo pudo suceder que esos atribulados aficionados, tras pagar un dineral por boletos que contienen todos los candados de seguridad contra falsificaciones, debieron ver de pie la goliza rusa a los saudíes.
Tuvieron, ciertamente, más suerte que el grupo de suizos que se quedaron con ganas de asistir al partido de su selección contra Brasil y bramaban su inconformidad contra un conocido sitio de alquileres vacacionales, creyendo que los había estafado.
Cuando los infortunados se cansaron de buscar la dirección que figuraba en su comprobante de pago, resultó que no existe esa calle en Rostov, a mil 286 kilómetros de Rostov del Don, donde horas después Neymar se pasó de divo y apenas pudieron empatar los brasileños, aunque dejaron de hacer el papelón en el siguiente partido contra Costa Rica. Por desdeñar las clases de geografía en la primaria o por padecer lagunas en la memoria del tamaño del lago Lemán de Ginebra, los helvéticos tuvieron que dormir en las bancas de un parque.