l próximo presidente de México tendrá la enojosa tarea de lidiar con Donald Trump. Es irrelevante quién sea; no es descabellado suponer que el presidente mexicano recibirá el mismo tratamiento descortés, si no es que despectivo, que se le ha dispensado a Enrique Peña Nieto. Tal vez será peor, porque es tal la rabia que le causan los países extranjeros que ya no distingue entre aliados y adversarios. La furia que le provocó el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, podría querer descargarla en México, que está más desprotegido.
Puede una imaginarse que Luis Videgaray creyó que las amabilidades del yerno de Trump, Jared Kushner, venían acompañadas del Tratado de Libre Comercio, y de un juramento de amistad eterna. No sabemos si por ingenuo o por soberbio, el secretario de Relaciones Exteriores cometió el grave error de creer que al hablar con él lo trataban como si fuera su igual, cuando en realidad le habían hecho bajar la cerviz. Cuando lo hizo perdió de vista el escenario, y nos puso a todos en una penosa situación de humillación que ensombrece las perspectivas para el futuro.
Para imaginar lo que le puede ocurrir al nuevo gobierno, si creemos que los desatinos de Videgaray no habrán de repetirse porque otro tendrá la responsabilidad de la relación bilateral, tendríamos que mirar a lo que ocurrió en el G-7 en Canadá. Ahí, el presidente de Estados Unidos estuvo dispuesto a jugar con las reglas de la diplomacia, en público, aunque privadamente se rebeló contra esas restricciones y fue el de siempre. Demandante, insolente y egocéntrico. Maltrató a uno por uno de los líderes de los países más ricos del mundo, exponiéndolos a una andanada de reclamaciones, seguida de una advertencia que hubiera sido sobrecogedora si no supiéramos que dar por terminado el libre comercio sería para Estados Unidos mucho más costoso que para el resto del mundo.
Se le olvida a Trump que la fuerza de Estados Unidos depende de su presencia en el mundo, de las actividades de las compañías estadunidenses en el exterior, de sus exportaciones. Se le olvida también que las organizaciones internacionales que han sido el pilar del orden mundial desde 1945 fueron creadas por Estados Unidos mismo, como un recurso eficiente para el ejercicio de su hegemonía. De la misma forma que se empeña en ignorar los beneficios que el TLCAN ha significado para millones de familias en Estados Unidos. Ciertamente, no son pocas las que, por el contrario, han sufrido el impacto de la globalización y que en México ha ocurrido algo similiar.
Nada sugiere que el presidente de Estados Unidos revise en el mediano plazo su convicción de que el mundo se ha aprovechado de la estupidez y de la complacencia de sus antecesores, que, según él, se dejaron tomar el pelo por esta bola de extranjeros abusivos. De manera que, obligadamente, el próximo presidente mexicano tendrá que ganarse su confianza, que ya sabemos que podrá hacerlo sólo si se porta como un bell boy; y como es muy probable que ni así lo logre, el mexicano tendrá que imaginar con astucia cómo va a defender el interés nacional de los embates de Trump.
Sabemos que Ricardo Anaya podría hacerlo en inglés, pero no sabemos si tiene claro lo que ha de defender; José Antonio Meade debe tener más claridad en cuanto a qué hay que defender, pero, siendo tan católico, sólo despertará la desconfianza del protestante; y López Obrador no podrá hablarle en inglés, tampoco podrá referirse a sus creencias religiosas, y es posible que quiera defender algo de lo que ya nadie se acuerda porque pasó hace mucho tiempo. O sea que por ahí también ¿Trump tiene todas las de ganar?