P
or el bien de todos, primero los pobres
ha sido –aunque rara vez se recuerda– la proclama política mejor formulada de las tres campañas presidenciales del siglo XXI mexicano. Ahora, en la tercera, expresa con vigor la exigencia más imperativa e inaplazable que tiene ante sí la nación. En el cauce del combate simultáneo a la pobreza y la desigualdad confluirían y hallarían coherencia todos los elementos requeridos para conformar un nuevo rumbo de desarrollo.
En el último cuarto de siglo se han estancado los niveles de pobreza: el general en alrededor de la mitad y el de pobreza extrema en torno a un quinto de la población. Las dos variantes del proyecto neoliberal que han alternado el poder han sido incapaces de conjuntar las políticas económicas y sociales necesarias con la indispensable orientación redistributiva. A la pobreza persistente se ha sumado la abisal profundización de la desigualdad, debido sobre todo a las omisiones en materia impositiva y de salarios. Se ha inducido la tolerancia social de estos males. Se pretende que cada uno escape a las trampas de la desnutrición, la enfermedad y la ignorancia, sin establecer las condiciones sociales para que todos lo logren.
La política de salarios y, más integralmente, la de ingresos deberían ir al frente. Hay que cerrar las épocas de represión del salario y empeoramiento de la distribución funcional del ingreso. El mínimo debe alcanzar un monto acorde con su definición constitucional e inscribir el ingreso real de los asalariados en una dinámica ascendente. Se afirma que los salarios no deben fijarse por decreto pero se mantiene la práctica de contenerlos artificialmente por designio de política. Ahora que se exige en la renegociación del TLCAN, quizá se consiga que el nivel deprimido de remuneraciones deje de ser el mayor sostén de la competitividad externa. En el corto y mediano plazos no habría estímulo mejor al crecimiento que el proveniente de un aumento sostenido del poder de compra de la gente.
Otra de las cuestiones que se han agravado en lo que va del siglo es el desmedido aumento del sector informal
de la economía. Absorbe ya a alrededor de 60 por ciento de la fuerza de trabajo, aunque su aporte al producto interno es desde luego inferior –sólo una cuarta parte. Los esfuerzos para formalizar
a este vasto conjunto difícilmente tendrán éxito mientras no vayan en paralelo con mejoras perceptibles del ingreso y los niveles de vida. En materia de salarios e ingresos, hay que considerar esquemas de transferencias monetarias universales sin vínculo con el empleo formal. Garantizar a todos y en primer término a la población más vulnerable un ingreso que permita condiciones de vida tolerables, facilitaría la inserción en tareas productivas, con efecto positivo sobre el crecimiento.
Como Rolando Cordera Campos advirtió aquí este último domingo, los jóvenes son ahora uno de los segmentos más vulnerables. Fuera de las minorías privilegiadas, crecer en el México del siglo XXI significa enfrentar una sucesión de carencias e insuficiencias nutricionales, de salud, educativas y laborales que desembocan en resultados desoladores.
Según cifras reunidas por Gerardo Esquivel, entre 2008 y 2016, las mayores tasas de aumento de la pobreza correspondieron, después del grupo etario de 45 a 49 años, a los jóvenes (15 a 19) y a los adultos jóvenes (20 a 29), que suman 30.7 millones –dos quintos de la población. La pobreza aflige a prácticamente ocho de cada diez jóvenes sin escolaridad o con primaria incompleta; el doble de quienes concluyeron la secundaria o estudiaron más. Fueron también jóvenes las principales víctimas de la violencia: entre 2000 y 2016, el número mayor de homicidios se concentró desproporcionadamente en el grupo de edad de 25 a 29, seguido por el de 20 a 24. Ser joven equivale a enfrentar el más alto riesgo de ser víctima de la violencia.
Los fenómenos diferentes pero simultáneos de niveles de pobreza elevados y persistentes y de desigualdad de ingreso y oportunidades cada vez más aguda han cerrado en la práctica los canales de movilidad ascendente en la sociedad mexicana. Desigualdad en México 2018 (publicado por El Colegio de México) muestra que las oportunidades de avance social son menores y mayores los obstáculos a superar para las mujeres, los pobres y los indígenas; se enfrenta un escenario preocupante de baja movilidad social y precarización laboral
(p 8).
En la campaña político-electoral que nos abruma, no se ha otorgado atención suficiente y sistemática –entre otras cuestiones urgentes e inaplazables– a las estrategias de combate de la pobreza y la desigualdad. En México, las campañas parecen servir para otra cosa. Es Andrés Manuel López Obrador –quien en su momento planteó la proclama señalada al principio– a quien cabría demandar llevarla a la práctica de gobierno.