n un paseo reciente por las viejas calles del Centro Histórico recordábamos cuántos rincones conservan la memoria de antiguas leyendas: la de don Juan Manuel, en la calle de Uruguay; la Joya, en un tramo de 5 de febrero; el Señor del Veneno, en la Catedral; la del Corazón y el anillo, en Corpus Christi; la Mujer herrada, en la Lagunilla; el Señor del rebozo, en el templo de Santo Domingo; la Machincuepa, en La Merced, y así podríamos continuar a lo largo de varias páginas.
Inevitablemente recordamos a don Artemio del Valle Arizpe, el notable cronista que nos dejó un rico acervo de leyendas. Entre los libros más conocidos del singular cronista sobresalen la novela picaresca El Canillitas. En materia histórica son indispensables El Palacio Nacional y Por la vieja calzada de Tlacopan.
Escribió historias noveladas en las que une magistralmente la realidad y la imaginación con un gran sentido del humor. Sin embargo, las que encantan, en el sentido más amplio del término, son sus obras sobre Tradiciones y leyendas del México Virreinal, contenidas en 24 volúmenes, en los que se desborda su fantástica imaginación y se aprecia a plenitud su peculiar prosa.
Don Artemio nació en Saltillo en 1884 y murió en la Ciudad de México en 1961. Su padre fue gobernador durante el porfiriato y convenció al hijo de que estudiara abogacía, con la esperanza de que se dedicara a la política.
Su mayor acercamiento a tal labor fue un periodo como diputado por un distrito de Chiapas, que nunca conoció. Al término de esa encomienda, en 1919, ingresó al servicio diplomático, donde se desempeñó como segundo secretario, adscrito a las legaciones de México en Madrid, Bruselas y La Haya. Durante su estancia en España aprovechó para investigar en las bibliotecas y archivos, donde obtuvo información que más adelante habría de nutrir buena parte de sus 58 libros.
En 1943 fue nombrado Cronista de la Ciudad de México en reconocimiento a su vasta obra sobre la capital en sus diferentes aspectos: historia, leyendas, novelas, narraciones, cuentos y su popular crónica en el periódico El Universal: Del tiempo pasado.
Fue sucesor de su gran amigo don Luis González Obregón y a su muerte fue nombrado cronista uno de sus amigos cercanos: Salvador Novo. Años más tarde fueron designados José Luis Martínez, Miguel León-Portilla y, por último, Guillermo Tovar.
En 1952 pusieron su nombre a la calle donde vivía, en la colonia Del Valle. Al respecto, hay una anécdota muy graciosa de Miguel León-Portilla, quien habita en Coyoacán: cuando era cronista le comentaron que había que poner su nombre a la calle donde vivía, a lo que él respondió con su gran sentido del humor: Nada más esperen a que me cambie a vivir a Paseo de la Reforma
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Al igual que su amigo y colega cronista, Salvador Novo, don Artemio era un consumado gastrónomo, por lo que es buena ocasión para rendirle un homenaje a ambos, yendo a comer al restaurante Bellinghausen, situado en Londres 95.
Es uno de los sitios que Novo menciona en su delicioso libro Nueva grandeza Mexicana, en el que le muestra la ciudad a un amigo, describiendo con gracia los cabarets, restaurantes, teatros, museos, cantinas y hasta las casas de tolerancia de moda.
El Bellinghausen tiene un agradable patio arbolado, con jaulas con canarios que es muy apetecible en estos días calurosos. Conserva su antiguo mobiliario y excelente comida. El cronista da importancia al aperitivo que era un whiskey Sours o un Old Fashioneds, que había que acompañar con una botana, que hoy podrían ser unas quesadillas de cazón o el pato para taquear.
Seguro ordenaban algunos de los platillos clásicos: chamorro con chucrut, los sesos en salsa negra, el pavo al horno o el filete chemita. No es difícil imaginarlos sentados en una mesa: Novo sosteniendo en la mano enjoyada un cigarrillo en boquilla de marfil, y don Artemio con sus bigotes engomados con las puntas hacia el cielo, comentando con ironía las noticias del día.