A falta de arte, el valor y una fuerza descomunal le sirvieron de compensación para romper narices en el ring
Sensación de finales de los años 70 y principios de los 80, nada en el mundo del boxeo merece su nostalgia, afirma
Domingo 10 de junio de 2018, p. 4
Deberías meterte de boxeador
le dijo un entrenador a David Macetón Cabrera al ver la naturalidad con la que rompía narices a quienes osaban molestarlo. Era un gusto genuino por intercambiar trompadas. Además, nadie podía ganarle a este hombre robusto y bien dispuesto para el pleito desde que era un niño, pero que ya estaba bastante maduro para empezar a fantasear con carreras deportivas. Tener más de 30 años para aprender un oficio como ese resultaba un disparate. Aquello le pareció una mala broma.
¡Cómo cree que voy a boxear! ¿No ve que estoy cojo?
, respondió un poco ofendido mientras palmeaba la pierna derecha rígida como una viga de madera tras el accidente que sufrió en su juventud.
Alguien más intervino y le recordó que para boxear se necesitaban las manos, no los pies.
No vas a ser futbolista, sino boxeador
, lo animaron.
Desde niño, Macetón aprendió a defenderse en los llanos inhóspitos de la Nueva Atzacoalco, en los confines de Ciudad de México en la década de los 50. En esos descampados sin servicios adonde llegó con su madre y la abuela a invadir una porción de tierra, prevalecía la ley del más fuerte como en una versión suburbana del Salvaje Oeste. Había que pelear por todo. Por el agua que repartían pipas a las familias asentadas de manera irregular, por el respeto que se ponía a prueba en cada esquina, para defenderse de los abusivos, ganar unos metros de tierra, desafiar a quien le miró feo y porque sí, porque repartir puñetazos era también una forma de socializar en aquel llano.
Qué bonito era pelear con honor
“Qué bonito era pelear en aquel entonces –suspira Macetón, hoy un hombre de 74 años que evoca con nostalgia una época en la que dos podían medir su habilidad para golpear sin más reglas que las dictadas por el honor–. Eran dos contra dos, sin que nadie más interviniera, sin armas ni bajezas. Tiros derechos –resume como si hablara de una época de oro de las trompadas–.”
Un accidente en motocicleta lo dejó lisiado en 1968. Era policía preventivo, en un crucero sin semáforo se estrelló contra un autobús de pasajeros. Siete fracturas y cinco cirugías le dejaron la pierna derecha tiesa como un madero y un poco más corta. Por eso al andar parece que lo persigue un objeto inerte que se arrastra.
Una década más tarde fue cuando le hicieron la propuesta de convertirse en boxeador. Parecía una idea descabellada, pero que Macetón aceptó impulsado por su afición genuina a los golpes y porque fue la única oferta de empleo disponible después del accidente. Sólo aprendió un poco de boxeo en un año de preparación. No necesitaba demasiado. Un pierna rígida como palo le impedía retroceder o moverse a los lados, la única opción entonces era avanzar y tirar golpes sin descanso. A falta de arte, el valor y una fuerza descomunal le sirvieron de compensación.
Debutó pronto, en 1977. Una noche en el rastro de Ferrería, el mercado que abastece de carne a Ciudad de México, fue el escenario para empezar en este nuevo oficio. En medio de tablajeros y apostadores, apareció el Macetón Cabrera y hubo risas apenas disimuladas. Avanzaba lento y ceremonioso mientras arrastraba su pierna inmóvil. Nadie reparó en el gesto fiero del rostro con mandíbula enorme, mirada profunda de descuartizador de reses, y coronada con un corte de pelo a cepillo que le daban un aspecto severo. Los apostadores jugaron todo su capital contra el boxeador cojo.
“Esa noche los apostadores perdieron mucho dinero –relata divertido el Macetón y hace retumbar en su pecho una risa ronca y áspera– nadie creyó que un cojo iba a ganar. Mi rival era Concho Muñoz, más alto y más pesado. Lo noqueé; desde ese día empecé a hacer un poco de fama.”
Entrega sincera y con coraje
Había algo heroico en aquel hombre discapacitado. La entrega sincera, el coraje y hasta cierta humildad para recibir golpes, con tal de acercarse para poder mandar uno de sus terribles puñetazos, conquistó a los aficionados mexicanos. El apodo del Macetón se volvió sinónimo de combates brutales y emotivos. Fue la sensación de finales de los años 70 y principio de los 80.
“Yo no sabía boxear –dice sin pudor–, era muy básico. Para adelante nomás. Me pegaban, sí, bastante, pero yo me hice en la calle, no soy delicadito. Y ahí voy, recibiendo, pero eso sí, donde lo agarrara se iba a la chingada, porque no me aguantaban uno. Me volví el ‘coco’ en la divisón de semicompletos y eso le gustó a la gente, porque lo que quieren es ver sangre, pa’qué vamos a mentir.”
Con esa vocación de todo o nada, ganaba y perdía. Pero así llegó la oportunidad de pelear por el campeonato nacional de peso semicompleto ante un boxeador hábil, Manuel Fierro, quien en una exhibición del mejor pugilismo llegó a poner mal al Macetón.
“Fue el primer boxeador de verdad con el que peleé –recuerda Macetón con cierta devoción–, no, no, no, me hizo cagada. Me estaba dando en serio y con puro boxeo, se me ponía aquí y acá. Y yo, a lo mío, para adelante. Y lo prendí. Fue un chiripazo, pero así lo noqueé.”
En el mundo del boxeo algunos bromeaban que la pierna rígida le servía de apoyo, como para apuntalar su pesado cuerpo y resistir los golpes que recibía. Tal vez un poco –concede Macetón– pero la artimaña no sirvió cuando los rivales tenían más oficio. Empezaron a descubrir que a esa locomotora implacable se le atacaba por los lados, se le giraba hacia la derecha, el costado en el que no tenía posibilidad de girar. El feroz Macetón se hacía entonces más vulnerable que nunca.
Cuando en 1979 el Consejo Mundial de Boxeo abrió la división Crucero, realizó una eliminatoria para el campeonato mundial de esa nueva categoría. Macetón Cabrera subió a 80 kilos para pelear por ese derecho ante el estadunidense Marvin Camel, quien era mucho más grande y pesado, en McAllen.
“No pude –dice sin sentimentalismo– me dieron la oportunidad y simplemente no pude. Me noqueó”.
Todo salió mal en aquella eliminatoria. Cuando lo tuvo enfrente, Macetón descubrió enfadado que ni siquiera su entrenador se había molestado en averiguar que Camel era zurdo.
“¿Por qué no me dijeron que este hijo de la chingada es zurdo? –les reclamó desesperado-, ni eso pudieron averiguar, carajo. Pues ya ni modo. Chinguesumadre.”
Sin sentimentalismos ni apegos
Nada en el boxeo merece la nostalgia del Macetón. Ni los aplausos ni la fama, porque dice que es pasajera, una mera ilusión, mucho menos extraña a los amigos del ambiente. A esos menos que nada.
“Todo era pura tomadera y damas –dice un hombre que estuvo 50 años casado con Graciela, con quien tuvo cuatro hijos–. Murió hace dos años. La extraño mucho porque me pegaba a diario. Extraño sus golpes, porque me pegaba pero lo hacía con estilo.”
Macetón repite cada tanto esta misma broma. Esa con la que los peleadores de la época trataban de molestarlo. Un hombrón como David prefería pasar el tiempo con su esposa e hijos, antes que correr las celebres juergas de boxeador. En un oficio donde los viejos ex peleadores viven encerrados en una cápsula del tiempo en la que no dejan de evocar sus días de gloria, Macetón mira su pasado sin sentimentalismos ni apegos. Ni siquiera extraña el título de campeón nacional, que ganó en dos ocasiones.
“No me gusta que me llamen campeón, porque ya no lo soy –dice frunciendo el entrecejo con un desplante de dignidad–; cuando me dicen campeón les digo que soy ex campeón, que así como lo gané lo perdí y hoy otro tiene el título y ese sí es el campeón. Lo que hice en el pasado ahí se quedó.”