roduce escalofríos. Es el horror. Pero a pesar de todo este mes electoral puede dejar lecciones provechosas.
Lo más desagradable y ofensivo es la compra de votos. La desesperación ante el rezago en las encuestas ha dado mano libre a los operadores. Se disparan los precios. Se aprovecha cualquier forma de miseria material o moral para llenar la bolsa electoral. No es consuelo saber que es un mal general. Si uno se aparece en India en periodo electoral puede tener la tentación de preguntarse si el PRI aprendió ahí o fue al revés. La corrupción de la gente por este procedimiento se ha convertido en un rasgo inherente del juego democrático, como temía Aristóteles. Es parte ya de nuestros usos y costumbres.
Cuando el asunto se vuelve económico es inevitable que predominen dinastías políticas enriquecidas, corporaciones… y criminales. La tercera parte de los candidatos del partido triunfador en India en 2014 enfrentaban cargos criminales; esa condición les daba tres veces más posibilidades de ser electos que los demás candidatos. India no ha llegado a los extremos de México en cuanto al uso de la violencia directa dentro del proceso electoral, con el asesinato o acoso de candidatos o electores. Pero en ambos países, como en casi todas partes, juega papel decisivo dinero criminal, particularmente en elecciones locales, y la participación en ellas de dinastías enriquecidas en cargos públicos es enteramente evidente.
Como dijo Illich hace 50 años, tal como Giap (el general vietnamita) supo utilizar la máquina de guerra estadunidense para ganar su guerra, las corporaciones pueden usar las leyes y el sistema democrático para sentar su imperio. Tal como previó, la democracia estadunidense pudo sobrevivir a la victoria de Giap, pero no a la de las corporaciones ( La convivencialidad, 1978, Posada).
Algunos de los principales capitostes del mundo corporativo mexicano han decidido dar la cara y participar abiertamente en el juego electoral para frenar a AMLO, a quien siguen viendo como un peligro. Sienten que las maquinarias políticas del gobierno y los partidos no han logrado frenarlo. Presionan a sus empleados para que voten contra él, rompiendo así el monopolio en esa tarea que antes tenían los sindicatos controlados por el PRI. Hace 25 años, don Juan Sánchez Navarro anticipaba esta evolución. Pensaba que el PRI era un partido corporativista con reminiscencias del viejo fascismo y del socialismo muy claramente marcadas
( Proceso, 2167, 13/5/18). Al convertirse en una coalición inestable de mafias al servicio del capital y el crimen, abandonó toda huella socialista.
Lo que pasa en México en esta coyuntura contrasta con lo que ocurre en otros países en un aspecto central. El inmenso descontento con el sistema
y el estado de cosas no se ha canalizado aquí hacia algún populista de derecha con inclinación fascista, como en tantos otros países, sino hacia AMLO. La explicación es simple. Ninguno de los otros candidatos ha podido ni querido tomar distancia del aparato del que forman parte, mientras AMLO ha basado su carrera política en una postura que pretende desafiarlo. Los acomodos de AMLO con el sistema
ponen en duda el alcance de su desafío, pero desde hace tiempo cuenta con un bloque sólido de votantes que ven en él la expresión de su descontento, su oposición al sistema
y su desconfianza de los aparatos. Salvo accidentes imprevisibles o el previsible fraude, que a pesar de todo puede intentarse, esa situación no se modificará.
Quizá lo más doloroso del horrendo espectáculo de este mes es el grado de domesticación que se ha logrado en cierto sector.
Merece reflexión el hecho de que tenga universal aceptación y se celebre como triunfo popular la brutal reducción de la condición real y la capacidad política de la gente a la de ser átomos individuales de una categoría abstracta. El rito electoral ha generado el mito de que individuos automatizados, supuestamente dotados de razón, se pondrán de acuerdo para formar, por la mera agregación estadística, un bloque mayoritario que exprese la voluntad colectiva con un sentido político. Lo más grave es que la voluntad colectiva configurada de ese modo consistirá en entregar la voluntad general a una persona, la cual, según ese mito, se habrá convertido en representante legítimo y apropiado de ese bloque mayoritario y en gobernante legítimo de todo el conjunto social.
Es importante preguntarnos cómo se ha conseguido moldear de esa manera el deseo de tantas y tantos para hacerlos amar el poder, para desear aquello que los domina y explota. Es lo que Foucault asocia con el fascismo que se halla dentro de todos nosotros, el que acosa nuestras mentes y nuestras conductas cotidianas. ¿Cómo se hace, se pregunta Foucault, para no convertirse en fascista aun cuando uno cree ser un militante revolucionario? ¿Cómo librar del fascismo nuestro discurso y nuestros actos, nuestro corazón y nuestros placeres? ¿Cómo expulsar el fascismo incrustado en nuestro comportamiento?
Debe preocuparnos lo que ocurrirá con quienes han aceptado reducirse a la condición de esos átomos individuales homogeneizados y consecuentemente piensan que su acción política se reduce al acto del primero de julio. Es nuestro desafío tratar de entenderlos, sin convertirlos en enemigos; ayudará a hacerlo entender primero motivos y razones de quienes rechazaron ya esa reducción y emplean de otro modo su capacidad política, más allá del primero de julio.