Opinión
Ver día anteriorJueves 17 de mayo de 2018Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La fracasada obsesión del todo total
M

anagua es una ciudad extraña gracias a las imposturas oficiales, que bien podemos llamar mesiánicas, y que han buscado alterar de manera artificial el paisaje. Pongamos por caso, en primer lugar, los árboles de la vida, o arbolatas como han sido bautizados por el ingenio popular, artefactos de fierro de gran altura y peso sembrados en calles, rotondas y avenidas por docenas.

Precisamente, abro mi novela Ya nadie llora por mí, con la visión de ese bosque hechizo. Mientras el inspector Dolores Morales recorre en su viejo Lada la carretera a Masaya, llegando a la rotonda Jean Paul Genie, él, y el lector, se enfrentan a esos adefesios coloridos y retorcidos:

“Las estructuras metálicas de los árboles de la vida poblaban el camellón central y los espaldones de la carretera formando un bosque inmenso y extraño, los arabescos de sus follajes amarillo huevo, azul cobalto, rojo fucsia, violeta genciana, verde esmeralda, rosa mexicano y rosado persa, alzándose entre la maraña de rótulos comerciales…”

En una nueva novela, en la que tuviera que describir el mismo paraje urbano, ya no contaría con la visión de esos árboles, pues durante las demostraciones populares del mes de abril, encabezadas por jóvenes estudiantes, de los cuales cerca de 50 perdieron la vida bajo las balas de la policía y de fuerzas paramilitares, muchos fueron derribados entre clamores triunfales. Según los videos que registran las escenas, los muchachos sembraban plantitas de árboles verdaderos en el lugar donde habían estado las monstruosas estructuras.

Pero aún quedan bastantes en pie, aunque siguen cayendo. Mucho se ha especulado sobre el significado esotérico de estos árboles sin vida, que provienen aparentemente de una tradición muy antigua, y según lo que puede leerse, siempre tuvieron una sacerdotisa encargada de su culto. Es sabido que protegen a quienes ejercen el poder de las acechanzas malignas de sus enemigos. Un antídoto eficaz, se lee en alguna otra parte, contra el mal de ojo.

La pretensión de controlar la estética urbana, arruinándola, es parte de la obsesión desmesurada de controlar el todo, o controlarlo todo, algo que parece sacado del mundo orwelliano pero más asfixiante aún. De esa agresión contra el paisaje, volviéndolo disparatado y miserable, son parte los árboles, pero también las gigantografías de la pareja presidencial renovadas periódicamente, y que se multiplican también, vigilantes, e ineludibles a la mirada.

Es la misma voluntad que controla los colores que debes ver, una gama caprichosa y arbitraria que empieza con el rosado chicha, colores que se muestran, agresivos, en las múltiples banderolas alrededor de los monumentos, las paredes de los edificios públicos, muros y bordillos de aceras. Y hasta la tipografía. Hay un tipo único de letra que debe usarse para los encabezados de los membretes de gobierno en circulares, comunicados de prensa, cartas y sobres, que se alterna con la caligrafía de la primera dama, su letra inscrita también hasta en los billetes de lotería. Y un distintivo más, obsesivo como pocos, es la @ para marcar de una vez el masculino y el femenino en esos mismos documentos.

No sólo es lo visual total. También machaca sin tregua la música que resuena por los altoparlantes en las plazas en cada celebración de la liturgia oficial, una mezcla de viejo rock de los años sesenta y baladas que van de los Beatles a Janis Joplin y Bob Dylan, una nostalgia malversada, y en lo total entra la coreografía y tramoya de esos actos, puestas en escena entre folclóricas y sicodélicas en las que no faltan montañas de flores. Y, por supuesto, las consignas, creaciones poéticas de notable extravagancia unas veces, y otras fruto del saqueo de las oraciones, letanías y lemas católicos.

La obsesión por apropiarse de las oraciones, como parte de la estrategia del todo total, no dejó por fuera las celebraciones religiosas mismas, empezando por las de la Virgen María del mes de diciembre. Costosos altares, erigidos por decenas a lo largo de la avenida capitalina que hoy se llama De Chávez a Bolívar, a cuenta de las instituciones públicas, entraron a competir con los que cada familia levanta por tradición en sus casas. Recién pasadas las últimas elecciones presidenciales se leía en cada uno de esos lujosos altares una consigna sacada de un novenario a la Virgen: ¡Victoria, victoria, María triunfó!. La que había triunfado era la Virgen, convertida en valedora del partido oficial.

Hoy, quizás en castigo a la infidelidad de los obispos, que han condenado las masacres contra los estudiantes y exigen un nuevo orden democrático, el cambio de sintonía religiosa ha sido hacia la Iglesia neopentecostal, y los empleados públicos son convocados en cada dependencia a cultos de oración y alabanza, que también se realizan en las rotondas de la ciudad. Los policías antimotines, antes de su jornada diaria, deben rezar estas alabanzas de rodillas en el patio de maniobras de sus cuarteles, según puede verse en los videos que circulan profusamente en las redes sociales.

La gente se ha revelado contra esta imposición de controlar el todo, que empieza, por supuesto, con la democracia, la libertad de palabra y demás libertades públicas. Al controlar el todo, lo que se ha pretendido es crear un vacío lleno de silencio y de miedo. Y el silencio y el miedo se han roto. Se ha resquebrajado el todo total, que enseña fracturas irreversibles.

Y como en ese guión del todo total nunca cupieron los colores de la bandera de Nicaragua, ahora se han vuelto subversivos. Corren a borrarlos donde la gente los pinta sólo para que vuelvan a aparecer de nuevo. En las marchas, lo que se ve es una oleada de banderas azul y blanco.

En las redes cuenta un ciudadano que en un alto, mientras conducía, tomó la bandera que un niño le ofrecía, pero como el semáforo cambió a verde tuvo que avanzar. Luego de regreso, lo buscó y quiso pagársela.

–No señor –fue la respuesta del niño–. La bandera no se vende.

Masatepe, marzo 2018

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