yer, cuando se cumplió el primer aniversario del asesinato de Javier Valdez Cárdenas, corresponsal de La Jornada en Sinaloa, el conductor radiofónico Juan Carlos Huerta fue ultimado a balazos frente a su domicilio, en Villahermosa, Tabasco. El gobernador de esa entidad, Arturo Núñez, descartó el robo como móvil del ataque y aseguró que los agresores llegaron a matar
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Huerta es el cuarto comunicador asesinado en lo que va de este año, tras los homicidios de José Gerardo Arraiga, editor de la agencia noticiosa de El Universal (6 de enero); Carlos Domínguez Rodríguez, del Diario de Nuevo Laredo (13 de enero), y Leobardo Vázquez Atzin, del portal noticioso Enlace Gutiérrez Zamora. Con la muerte del conductor radiofónico tabasqueño suman 43 informadores ultimados en el curso de este sexenio y 134 desde 2000.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos condenó el homicidio, demandó a las autoridades el esclarecimiento expedito, objetivo e integral que tome en cuenta el trabajo periodístico de la víctima como línea de investigación y formuló un llamado a las instancias gubernamentales a revisar y actualizar los esquemas de protección para periodistas y defensores de derechos humanos, así como priorizar el esclarecimiento de las agresiones mortales contra ellos, casi todas impunes.
En este mismo espacio se señaló ayer que el asesinato de un profesional de la información es condenable en sí, en tanto que acto de privación de la vida de una persona; sin embargo, lo es además porque suele conllevar un ataque a la libertad de expresión y también al derecho de la sociedad a la información. Si se considera que la tarea de los periodistas es necesaria para los ciudadanos en general –la cual necesita estar informada para la toma de decisiones de toda índole–, estas agresiones mortales representan también atentados en contra de la normalidad democrática y la estabilidad institucional del país.
Sin embargo, a juzgar por el elevado número de periodistas asesinados, una de las facetas de la violencia exacerbada que padece México parece ser la de una guerra contra la información, en la que diversos actores –grupos de la delincuencia organizada o, peor aún, criminales enquistados en las instancias de los poderes políticos y empresariales– recurren con una frecuencia cada vez mayor a la supresión letal de voces que arrojan luz sobre diversos aspectos de la descomposición en curso y, al hacerlo, afectan intereses y estructuras que operan en la sombra.
Lo que puede verse es que el conjunto de las autoridades no ha logrado tomar conciencia de la gravedad de este fenómeno ni de sus implicaciones para la vida republicana del país; y por lo que respecta a las muertes violentas de personas de todos los oficios, edades, regiones y condiciones socioeconómicas, no ha estado a la altura de sus obligaciones legales primarias, que empiezan por garantizar el derecho a la vida, la seguridad y las libertades de los gobernados y por hacer justicia efectiva ante cualquier violación de tales garantías constitucionales.
Se apuntó ayer en este espacio: “A un año de la muerte de Javier Valdez y a más de 14 meses de la de Miroslava Breach (quien fue corresponsal de La Jornada en Chihuahua) ambos crímenes distan de haber sido plenamente esclarecidos y no hay certeza de quiénes los asesinaron. Sólo se sabe que los mató la impunidad y mientras no se haga justicia seguirá cobrando más vidas”. En cuestión de horas, por desgracia, el aserto se reveló certero y el periodista Juan Carlos Huerta fue asesinado.