ás de medio centenar de muertos –entre ellos, ocho menores– y alrededor de un millar de heridos es el saldo de la represión lanzada ayer por el Estado israelí por tierra y aire contra habitantes de la Franja de Gaza que protestaban por el traslado de la embajada estadunidense en Israel de Tel Aviv a Jerusalén, un flagrante agravio a la legalidad internacional, a la paz y al pueblo palestino.
Al crearse el Estado de Israel, la Organización de las Naciones Unidas estableció que Jerusalén habría de ser una ciudad bajo control de la comunidad internacional, pero la guerra árabe-israelí llevó a la partición de la urbe, que quedó dividida en una porción bajo control de Tel Aviv –ciudad en la que la gran mayoría de países mantiene sus embajadas ante Israel– y otra, en manos de Jordania. En 1967 las tropas israelíes invadieron la parte árabe de la ciudad, la anexaron, y en 1980 el régimen de Israel la declaró su capital eterna e indivisible
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Esta política de hechos consumados y de conquistas territoriales mediante la fuerza militar ha sido rechazada por la mayor parte de las naciones, pero Donald Trump amenazó, desde su campaña presidencial, con reconocer a Jerusalén como capital de Israel y, en consecuencia, con mudar su representación diplomática a esa ciudad.
Lo anterior explica la exasperación de los palestinos ante este nuevo paso en el despojo territorial y la anexión por el régimen ocupante de una urbe que es considerada sagrada, no sólo por los judíos sino también por la cristiandad y por el islam, y las protestas a raíz de la mudanza de la embajada estadunidense de Tel Aviv a suelo jerosolimitano.
Más allá del diferendo histórico, la represión brutal y homicida lanzada por las tropas del Estado hebreo en contra de los habitantes de Gaza no resuelve el conflicto: al contrario, lo exacerba, y se constituye en factor adicional de tensión bélica en una zona del mundo de suyo explosiva e inestable.
La comunidad internacional –particularmente la Unión Europea– debe reaccionar con una postura enérgica ante el abuso de la fuerza militar en contra de un pueblo inerme, y reanimar las desvanecidas esperanzas de una paz justa y duradera entre israelíes y palestinos.
Hoy hace un año, el mediodía del 15 de mayo de 2017, Javier Valdez Cárdenas, corresponsal de La Jornada en Sinaloa, fundador y colaborador del semanario local Ríodoce –y autor de ocho libros de crónicas e investigaciones periodísticas la mayoría sobre delincuencia organizada–, fue asesinado de varios balazos en su natal Culiacán, por individuos encapuchados.
Dos días antes, un centenar de hombres armados asaltaron y retuvieron a siete periodistas en Totolapan, Guerrero. A inicios de ese mes fue ultimado Filiberto Álvarez Landeros, informador de La Señal de Morelos. El 17 de abril murió en forma violenta Juan José Roldán, de Síntesis de Tlaxcala, en Calpulalpan. Tres días antes fue ultimado en La Paz, Baja California, Maximinio Rodríguez Palacios, de Colectivo Pericú. El 23 de marzo nuestra compañera Miroslava Breach Velducea fue asesinada en la capital chihuahuense. Para entonces, otros tres periodistas ya habían sido ejecutados en ese año, y decenas habían sido víctimas del ciclo de violencia que se desató a finales de 2006, cuando Felipe Calderón le declaró la guerra
a la delincuencia organizada. Más de un centenar, en tres sexenios. En casi todos los casos –al igual que con los más de dos centenares de miles de víctimas de todas las edades, regiones y profesiones que ha dejado esa violencia– ha prevalecido la impunidad parcial o total.
Javier, Miroslava y las decenas de colegas que han sido acallados por la censura de las balas murieron por informar, porque algunos estamentos de poder sintieron amenazados sus intereses por el trabajo periodístico. Al acabar con la vida de estos profesionales no sólo cometieron homicidio sino atentaron también contra el derecho de los ciudadanos a la información, fundamental e irrenunciable en cualquier sociedad que se reclame democrática.
Pero hay una razón más llana para entender los múltiples asesinatos de periodistas cometidos en los 12 años recientes: en este país es posible matar a una persona, sea cual sea su oficio, porque es mínimo el riesgo de la identificación, la captura, la sujeción a proceso y la sentencia condenatoria; en otros términos, porque existe una abdicación general de las instituciones a procurar e impartir justicia ante un homicidio. Las estadísticas son inequívocas.
Hasta ahora, las muertes de Miroslava, de Javier y de tantos otros siguen impunes. Aunque hay un detenido relacionado con el atentado contra quien fue nuestra corresponsal en Chihuahua, el gobierno de esa entidad ha sido reacio a una investigación exhaustiva y a fondo que despeje las sospechas sobre la participación de otras personas. En el caso de Valdez Cárdenas, el 23 de abril anterior la Secretaría de Gobernación anunció la captura de un presunto responsable del homicidio, pero es claro que el crimen no fue cometido por una sola persona y, al igual que con Breach Velducea, hay autores materiales y autores intelectuales que siguen libres.
En suma: a un año de la muerte de Javier y a más de 14 meses de la de Miroslava, ambos crímenes distan de haber sido plenamente esclarecidos y no hay certeza de quiénes los mataron. Sólo se sabe que los mató la impunidad y, mientras no se haga justicia, seguirá cobrando más vidas.