Recuerdos Empresarios (LXXVIII)
ontinúa Conchita:
Era muy tempranito y el Rakuyo Maru, esperando la llegada de las autoridades y médicos, se mecía perezosamente frente al puerto de Manzanillo.
Un altavoz anunció que todos los pasajeros extranjeros con destino a México debían juntarse en el salón. Hicimos cola.
El oficial de inmigración examinó cuidadosamente nuestros pasaportes y por fin, con aires de gran importancia, nos dijo que faltaban unos sellos que deberían haberse colocado en el consulado mexicano en Lima. Pasó 20 minutos explicándonos la gravedad del caso y los motivos que impedían nuestro desembarque.
–Como ven –concluyó– no pueden desembarcar, pero sigan adelante.
Salimos del salón y de pronto oímos que nos llamaban:
–¡Señor Da Camara! ¡Conchita!
Era El Pavo, un amigo nuestro que venía en el mismo barco y que desde el muelle nos hacía saludos. Nunca supimos cómo se las arregló, pero bajó antes que nadie.
La ciudad de Manzanillo, con su plaza principal rodeada de arcos era tí- pica de los muchos pueblos que había de conocer.
Lo primero que hicimos en tierra fue localizar la jaula de Monterito y arreglar su envío a la capital. No hubo forma de encontrar un caballerizo (caballerango) para cuidar al caballo hasta que, de la nada, surgió El Pavo.
Señores –dijo– mi amistad por ustedes me llevará al punto de viajar con boleto. Un criado a vuestras órdenes.
Nuestro posterior encuentro con este personaje se daría tres años más tarde en un hotel de lujo.
–Quiero presentarles –dijo El Pavo, muy bien vestido y en perfecto inglés, dirigiéndose a unos turistas estadunidenses, a la gran artista Conchita Cintrón, de quien soy un buen amigo.
Habiendo concluido los preparativos del viaje y de los caballos –para Ruy los caballos pasaban antes que nadie– y no teniendo tren hasta el día siguiente, fuimos en busca de posada. Llegamos nuevamente a la plaza, donde bajo los arcos divisamos una ancha puerta que daba sobre un sombrío pasillo. Era el hotel.
¡Concierge! –llamó Ruy con su fino acento francés.
En el silencio oímos arrastrar de paja y ante nuestros ojos, ya acostumbrados a la oscuridad, surgió la figura de un hombre que, echado en el suelo, se volvía hacia nosotros. Dormía la siesta sobre su petate.
–Buenos días, señores –dijo amable.
–¿Hay habitaciones? –preguntó Ruy.
–Sí señor –contestó el hombre sin cambiar su cómoda posición. Suban nomás y escojan cualquier recámara que esté vacía.
Y diciendo así, nuestro portero se envolvió nuevamente en su manta y se adormeció. Ruy, Gallito, Asunción y yo subimos con nuestras maletas.
Lo que más me llamó la atención de la habitación que encontré fue la espesura del mosquitero que rodeaba la cama. Parecía una red de pescar. En eso oí un zumbido y di con el misterio; una especie de cucaracha voladora se lanzó al espacio y tuve que agacharme repentinamente para evitar el choque.
El bicho se estrelló contra la pared y cayó al suelo para seguir lentamente su camino sobre las tablas del piso. No tardé en meterme debajo de la protección del mosquitero y desde ahí observar el bombardeo aéreo.
Fue esta la primera de varias experiencias parecidas que iba a conocer en los pueblecitos. Otra la adquirí una noche con chinches. Unas chinches magníficas que se dejaban caer como paracaidistas sobre sus víctimas. Sí, porque su cuartel general estaba en el techo. Así lo descubrí mientras observaba desde una silla –con ganas de llorar– la cama de encajes y sedas que me habían preparado. Y poco a poco, a la luz de la vela, la adornada colcha se iba moteando. Recordé, sin ningunas ganas de reír, al dueño de la fonda que una mañana le dijera a Ruy:
–¡Ay, señor Camara! ¿Chinches ahora? Pero, ¡si no es tiempo!
También fue original lo que observé en una pensión de Tuxpan: por la mañana vi, como si lo estuviera soñando, que la basura que echaba la doncella por la puerta, regresaba, a saltos, a la habitación.
–No se preocupe usted –me dijo al ver mi espanto– a los sapos le gusta mucho dormir en las recámaras.
(Continuará)
(AAB)