Cannes.
or fin se vio una película digna del prestigio de Cannes. La polaca Zimna wojna (Guerra fría), confirma que Pavel Pavlikovski es un autor de primer nivel y que su anterior Ida (2013) no fue un feliz accidente. El cineasta narra en este caso una apasionada historia de amour fou situada en los años de la posguerra. Cuando se conocen Zula (Joanna Kulig) y Wiktor (Tomasz Kot) la atracción es inmediata. Ella es una provinciana que canta y él es parte de un equipo que busca talentos musicales para reclutarlos a un programa de difusión estatal de música folclórica. De Zula se rumora que asesinó a su padre, cuando en realidad lo apuñaló cuando intentó abusar de ella. Una mujer complicada, sin duda.
La relación se inicia en 1949 y subsiste, con sus altas y bajas, hasta principios de los años 60, situándose en lugares tan diferentes como Berlín, París y Yugoslavia. El título describe el momento político, pero también la naturaleza de ese amor. Zula y Wiktor no pueden estar uno sin el otro, aunque ella parece odiarle cuando están juntos. Dicha pasión sólo puede tener consecuencias trágicas.
Así, Guerra fría es un gran melodrama musical, que pasa de los cantos y bailes polacos al jazz parisino y al rocanrol de Bill Haley y Los Cometas. Cada número musical está filmado de manera diferente, con la finalidad de resaltar la personalidad indomable de Zula. Pavlikovski tiene nostalgia por lo clásico y otra vez, como en Ida, filma en exquisito blanco y negro, en la proporción tradicional del 1:33. (El notable fotógrafo es el mismo, Lukasz Zal.) Pero lo más meritorio es cómo logra hacer creíble el choque de personalidades en una época y un país donde la vida exigía hacer muchos compromisos. Los dos enamorados no sólo son presos de su pasión, sino del sistema estalinista de posguerra.
Por otro lado, ya empezaron a soltar el material francés. Ayer fue el estreno de la nueva película de Christophe Honoré, Plaire, aimer et courir vite (Complacer, amar y correr rápido), que decidí obviar por la desconfianza que él me provoca. En cambio el estreno francés de hoy era ineludible. Se trata de Le livre d’image (El libro de imágenes), última realización del inefable Jean-Luc Godard.
A sus 87 años, Godard es el último sobreviviente masculino de la Nueva Ola francesa y, a decir verdad, el mayor iconoclasta de su generación, siempre renuente a otorgar un ápice de concesiones en su cine. Fue también el primero en ser abiertamente un mamón, pero eso ya lo era desde sus días de crítico. Godard no ha sido nada sino coherente.
Pero de un tiempo para acá, sus películas se han vuelto abstractas al punto de lo incomprensible. Le livre d’image es un poco más de lo mismo. El collage de imágenes en video trabajadas con saturación de color y otras distorsiones, la lectura monótona de aforismos o razonamientos oblicuos y el gusto por los letreros enunciativos. Al principio hay escenas de sus películas favoritas –desde Johnny Guitar a Kiss Me Deadly, pasando por Vertigo, etcétera– así como de las suyas propias, cuando todavía era un cineasta narrativo. Y en la última media hora, la referencia es a la cultura árabe, con alusiones cacofónicas a la guerra y la revolución.
¿Qué significa todo eso? Ni idea. Pero la experiencia no es placentera, ni estimulante y sí rebosante de mucha pedantería. No importa. Al estreno acudieron las masas como si se tratara de la nueva aventura de Avengers y al final de la proyección hubo un aplauso sostenido de la porra. Godard, por supuesto, no estaba presente ni lo estará. Genio y figura…
Twitter: @walyder