l grito ¡Hay que detener a López Obrador!
es ya casi un intensivo eslogan de campaña. Por todos los rincones del sistema de poder imperante se escucha esa angustiada expresión. Sienten que la lumbre de un indeseado cambio les llega un tanto más allá de los aparejos. Vacilan ante lo que les arroja diariamente la realidad y no pueden visualizar la medicina que calme su estado nervioso. Menos aún logran articular sus acciones, ofertas y decires para contrarrestar, de manera eficaz, al puntero de las preferencias. Se les va. Se les escurre entre los entresijos de una competencia que los ha venido superando en casi todos los terrenos.
Muy a pesar de que, en el esperado debate, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) dejó abierto un amplio margen para criticarlo, sus contrincantes fallaron al no poder aprovechar la oportunidad. Inmersos en sus cerradas concepciones de continuidad forzada, no atisban, o ensayan, una ruta para presentar pelea digna. Desesperados, han entrado al callejón sin salida de la guerra sucia y tiran a la basura cualquier resquicio democrático remanente. Los rivales de AMLO levantan la voz y exclaman con rudeza: ¡Hay que pararlo! ¡No puede llegar! Y alrededor de esos mal intencionados llamados de emergencia se han sumergido en alternativas peligrosas.
La ya catalogada como guerra sucia les aparece en frente. Ya la aceptaron y, por lo visto, la emplearán con aguerrido enojo. Lo niegan, cierto; la dan por inexistente con simple referencia; un fantasioso alegato de izquierdosos, declaran. Aquí sólo se deben atender, con énfasis difusivo, los aspectos negativos de un candidato o campaña, anuncian con tono doctoral. Son terribles las ideas, ocurrencias y alocadas propuestas de AMLO, aducen sin sonrojo alguno. Confían en que el miedo es un argumento propicio a utilizar. Insertan estribillos del estilo: ¡no duermo por el miedo que me provoca el candidato de Morena!, ¡mis hijos se quedarán sin aprender inglés!, recitan con inmensa tontería actores de mala tesitura.
La opinocracia estalla en elocuente vocinglerío de sus propios temores y posturas de liberalismo a ultranza. No dejan de suponer o, francamente proponer, el uso de todos los recursos para detener a AMLO. Campañas negativas son declaradas de utilidad pública, según sus autorizadas voces. Afirman que han sido encontradas como de inmensa ayuda para orientar el voto ciudadano. La polarización resultante no es problema, así sucede en Estados Unidos, ofrecen como enseñanza y disculpa. La ética en la política la exilian de sus atrevidos juicios de expertos. No se han dado por advertidos que sus consejas van cayendo en el cajón de las voces perdidas. Lo cierto es que hay una opinocracia que va de salida junto con el priísmo vetusto. Han envejecido frente a cámaras y micrófonos y serán parte de obligado remplazo del cambio venidero. Se les acabará el rating y sus propuestas extremas, encharcadas en el juego rudo; no parecen tener capacidad para sobrevivir.
¿Por qué el electorado se inclina masivamente por un cambio real de ruta y modelo? La respuesta es bastante simple. Los datos duros lo explican con llana razón. La economía mexicana que hace unos 30 años (antes del TLCAN) era, si no la octava, la novena del mundo, hoy, apenas es la decimoquinta. La decadencia de los ingresos de la población han ido en picada: alcanzaron en los años 70 un porcentaje cercano a 40 por ciento del PIB; hoy a duras penas rebasan 20 por ciento. Los ingresos del trabajo han perdido, año con año, cientos de miles de millones de pesos. Muy a pesar de las modernizaciones, reformas estructurales, acuerdos cupulares y tratados de libre comercio con innumerables países, el producto per cápita ha caído en estrepitosa picada. Antes era superior a la media mundial. Hoy está muy por debajo de esa medida. Y, como subproducto, se han procreado millones de pobres que suman la mayoría indiscutible de la población. La injusticia inherente al modelo alimenta a una plutocracia rapaz, ignorante, especuladora y frívola que gravita sobre la clase política del país. Pero los aliados del sistema pregonan la urgencia de continuar por la senda marcada desde Washington y su acuerdo capital, los centros de poder mundial, los organismos multilaterales, las universidades de calidad registrada, los medios de comunicación bajo control empresarial con sus oráculos laterales y demás constitutivos de los grupos hegemónicos.
Es por ese tipo de realidades subyacentes en la actualidad nacional que el votante se inclina, con decisión, por un cambio efectivo, real. La guerra sucia no empujará la balanza hacia la continuidad por más miedo que inculquen en conciencias temerosas. Puede, eso sí, que hagan el cambio más álgido, urgente y, finalmente, ríspido. Sobre esa alternativa se irá el paquete de la continuidad, aunque haya serias consecuencias.