ómo lidiar con el ánimo que está cundiendo, moldeado con la mezcla de miedo y falsas esperanzas que impone la incontinencia verbal y escénica de candidatos y partidos?
La repetición abrumadora del horror parece acostumbrarnos a él. Cada día sabemos de una nueva agresión genocida en Myanmar, Palestina, Siria… Diariamente se agregan cifras al obsceno recuento de nuestros asesinados, secuestrados, torturados y desaparecidos, lo que hace de México uno de los dos países con mayor violencia en el mundo. Cada día nos enteramos de nuevos dolores de nuestros compatriotas ante la campaña de limpieza étnica que afecta a migrantes en todo el mundo: millones de los que están del otro lado ya no se atreven a realizar sus actividades cotidianas por temor a la deportación; cientos de miles que no conocen el país en que nacieron descubren que no pertenecen a la sociedad en que han pasado casi toda su vida.
Este mes se agregó una información pavorosa a las noticias habituales del cambio climático. Un respetable grupo de científicos advirtió, con muy sólido fundamento, que el aumento de las radiaciones ultravioleta está afectando seriamente a todas las formas de vida en el planeta y, desde luego, a los seres humanos. Han identificado su causa: la irresponsable experimentación de la geoingeniería militar, que convierte al clima y al planeta mismo en arma a emplear en la guerra en curso. (Marvin Herndon y otros, Journal of Geography, Environment and Earth Science International, 14 (2): 1-11, 2018).
El país que teníamos se deshizo ante nuestros ojos. Poco queda de él. El capital, con la complicidad entusiasta de las clases políticas, reina sin trabas en la realidad social. La máscara del régimen dominante ha caído y gracias al señor Trump se hace cada vez más difícil negar su naturaleza y características, su racismo y sexismo.
A la gravedad y extensión de la crisis económica
, que tiene a una mayoría creciente de mexicanas y mexicanos bajo la llamada línea de la pobreza
, se agrega cotidianamente el despojo casi siempre violento de tierras, aguas, territorios, derechos, todo lo que habíamos conseguido en siglos de lucha social. Ese proceso bárbaro y destructivo se ha estado realizando con la complicidad entusiasta de las clases políticas, mientras prosigue el deterioro de todas las instituciones.
Para el capital, la totalidad de la población era vista como mano de obra actual o potencial. Hace unas décadas creó una nueva clase: los desechables, aquellas personas para las que no tiene uso posible, ni ahora ni en el futuro. Lo que ahora experimentamos es un mecanismo por el cual los desechables están siendo desechados, no sólo expulsándolos del aparato económico o de sus territorios, sino también liquidándolos en términos físicos.
Esta situación afecta principalmente a los más pobres, pero también, cada vez más, a las clases medias, cuyo número se reduce continuamente. La amenaza económica general se combina con la violencia criminal para generar un miedo cada vez más general e intenso, que los medios de comunicación profundizan continuamente.
Puede entenderse, en estas circunstancias, que mucha gente recurra al conocido mecanismo defensivo de la negación. Cerrar los ojos sirve como primera línea de protección contra la angustia que provoca lo que ocurre, que en muchos casos lleva a la desesperación. Candidatas y candidatos están empleando ese momento de fragilidad, ese refugio sicológico, para insertar sus promesas. Advierten vagamente de las catástrofes que se aproximan y en seguida señalan que la solución está al alcance de todas y todos: bastará votar por la persona adecuada el primero de julio.
Ninguna de las amenazas en curso, muchas de ellas cumplidas ya, dejará de existir después de esa fecha. Continuarán y se profundizarán los procesos que las producen. Caer en esas promesas inmorales es sólo otra forma de negación, es no atreverse a ver la gravedad de nuestro predicamento, es no querer reconocer lo evidente: ningún recambio de funcionarios resolverá los problemas que enfrentamos.
Hace falta una gran entereza para enfrentar a pie firme lo que pasa. Es la que demostraron los pueblos indios en octubre de 2016, cuando reconocieron puntualmente el peligro de extinción al que estaban expuestos y decidieron pasar a la ofensiva. Es una ofensiva en curso que ha cumplido cabalmente sus propósitos iniciales y en unos días más pasará a una nueva fase.
La clave de lo que viene está en nuestra capacidad de recuperar la esperanza como fuerza social. Necesitamos confiar en nuestras propias capacidades para reconstruir la sociedad desde abajo y para hacer innecesarios los aparatos podridos del mercado y del Estado. Necesitamos, sobre todo, luchar contra la condición patriarcal de todos los dispositivos institucionales y de las actitudes y prácticas que forman el régimen dominante y se hallan profundamente internalizadas. Todo esto parece unas veces muy pequeño, hasta insignificante, y otras veces parece descomunal. Lo importante es que está siempre a nuestro alcance. Por eso es posible reconstruir la esperanza, que es la esencia de los movimientos populares.