ejanas, muy lejanas en el tiempo parecen haber quedado las palabras declamadas en cadena nacional por Enrique Peña Nieto en Los Pinos el pasado 5 de abril. Enmarcado por los símbolos nacionales (la bandera y el escudo), ese día Peña emitió un mensaje centrado en un falso patriotismo para consumo interno, que recogió el aplauso del respetable, incluidos todos los candidatos a la Presidencia de la República, la llamada clase política y los capitanes de industria del Consejo Coordinador Empresarial.
La videoimagen, el narcisismo supino del protagonista y su engolada narrativa como encarnación de la unidad
de todos los mexicanos y mexicanas en la defensa de la dignidad y la soberanía
del país –frente a los dislates retóricos y prácticos de Donald Trump, quien un día antes había ordenado militarizar la frontera sur de Estados Unidos con México–, parecieron haber escapado de alguna escena de la trilogía cinematográfica de Luis Estrada (La ley de Herodes, El infierno y La dictadura perfecta).
Fiel a dos de los pilares fundamentales del sistema político mexicano: el disimulo y la simulación –o camuflaje, término que proviene de la palabra francesa camoufler, que significa disfrazar–, al envolverse en la bandera y esgrimir un nacionalismo populachero, el Lic. Peña borró de un tajo a todo el paisanaje aplaudidor, la existencia de una guerra de cuarta generación
(irregular, encubierta y asimétrica) apadrinada por la Casa Blanca –con sus crímenes de guerra y lesa humanidad–, así como los conflictos de clase (de dominio y explotación) en un país racista, cuya plutocracia oligopólica libra una guerra colonial e imperial interna, desatada ahora con la nueva conquista 2.0 del TLCAN made in Trump, las zonas económicas especiales y la proyectada ciudad Slim
del Nuevo Aeropuerto Internacional de Ciudad México, que reforzarán la actual economía de enclave del México neoliberal, subdesarrollado, maquilador.
Históricamente, Estados Unidos ha consentido cierta dosis de nacionalismo discursivo, incluso antimperialista, a déspotas y autócratas que llegaron al poder con su aprobación, para darles un toque de legitimidad interna, y a los que tras dejar de ser útiles, con un chasquido de dedos ponían a tambalear. Verbigracia, Ferdinand Marcos, Reza Pahlevi, Leónidas Trujillo, Somoza... y en nuestras tierras, el tercermundista Luis Echeverría, colaborador íntimo
de enlace de la estación de la Agencia Central de Inteligencia en Ciudad de México, con el criptónimo LITEMPO-14 (Philip Agee dixit).
En la coyuntura, el mutis por el foro de los mandos de las fuerzas armadas mexicanas hubiera resultado ensordecedor, si las mayorías empobrecidas por el actual modelo de dominación capitalista estuvieran al tanto de cómo funciona la guerra de conquista y por territorios que los mílites locales libran contra los pueblos y las etnias de México.
Como parte de una guerra de espectro completo
diseñada por el Pentágono antes del 11/S de 2001 –que abarca una política combinada donde lo militar, lo económico, lo mediático y lo cultural tienen objetivos comunes–, el nuevo colonialismo (internacional, interno y trasnacional) tiene en la guerra interna
su objetivo central militar. Asociada en sus orígenes a la contrainsurgencia clásica, la guerra interna articula los ejércitos de ocupación nacionales, con los multinacionales y los trasnacionales, incluidas las empresas privadas militares y de seguridad, el paramilitarismo nativo y los drones.
Como muestra, un par de botones. Mientras el valiente líder Peña aludía a las frustraciones
de Trump, el general de división Raúl Guillén Altuzar, comandante de la XI Región Militar, con sede en Torreón, Coahuila, se aprestaba a representar a la Secretaría de la Defensa Nacional en la Junta de Comandantes Fronterizos México-EU 2018, en Tucson, Arizona. Con base en el perverso vínculo migrantes indocumentados-terrorismo-crimen organizado, la reunión tendría como eje la profundización del intercambio de información de inteligencia y la militarización de las fronteras norte y sur de México, en términos de subordinación. Ya antes, en sendas reuniones celebradas en 2017 en Tapachula y Cozumel –con los jefes de los comandos Norte y Sur del Pentágono, la general Lori Robinson y el almirante Kurt A. Tidd, respectivamente–, los mandos de las secretarías de Defensa y Marina habían recibido instrucciones tendentes a blindar militarmente ambas fronteras. En rigor, el general Salvador Cienfuegos y el almirante Vidal Soberón aceptaron participar en una fuerza de tarea
conjunta con Guatemala, para realizar patrullajes en la frontera común bajo el mando del almirante Tidd.
A su vez, cuando no se apagaban los ecos del discurso patriotero de Peña, The Washington Post reveló que en el contexto de la Iniciativa Mérida, desde 2014 el Instituto Nacional de Migración (INM), a cargo hasta finales del año pasado de Ardelio Vargas Fosado −formado como sabueso en los sótanos del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) y ex jefe del estado mayor de la Policía Federal−, había permitido el fichaje secreto y rutinario de miles de migrantes centroamericanos en el territorio nacional por funcionarios del Departamento de Seguridad Nacional (DHS, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos.
Según el diario, en los 13 meses pasados, mediante el uso de plataformas para información biométrica (huellas dactilares, iris oculares, tatuajes, cicatrices), agentes del DHS recabaron en los centros migratorios de Tapachula, Chiapas, e Iztapalapa, Ciudad de México, los datos de más de 30 mil migrantes tratados como criminales o terroristas en potencia. De acuerdo con otros medios estadunidenses que retomaron la nota del Post, el programa de rastreo de migrantes, que el DHS y otras agencias policiales de Washington consideran como un modelo
a exportar a otros países del área, podría ampliarse a Tijuana y Mexicali, en Baja California, y a Reynosa, Tamaulipas. Coda: el INM suscribió el memorando secreto cuando José A. Meade era canciller de México, y Trump ignoró a Peña.