os mexicanos tenemos nervios de acero o atole en las venas; pero pocos resistirían la serie de elecciones críticas que se han sucedido entre nosotros desde 1988, y que cada seis años renuevan. En teoría, una elección crítica es un acontecimiento excepcional que introduce una discontinuidad en un proceso que transcurre regularmente, y sus resultados pueden ser decisivos para el rumbo que siga el medio en el que vivimos. La sorpresiva fuerza electoral que mostró Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 precipitó una crisis en el sistema mexicano que provocó un quiebre en esa área de la historia política. De esa crisis nació el Cofipe y el primer IFE. La elección de 1994 –enfrentó el desafío de la violencia política, alternativa que había representado el surgimiento del EZLN si añadimos el asesinato del candidato presidencial del PRI, Luis Donaldo Colosio, y de Francisco Ruiz Massieu, secretario general del mismo partido–, el ascenso de Vicente Fox como candidato ganador en 2000, se explica por un contexto de excitación provocado por la imagen de líder paternalista que el presidente Calderón reivindicaba con frecuencia.
En 2006 las circunstancias habían cambiado notablemente en relación con el pasado autoritario. Para empezar, los ciudadanos no tenían que imaginarse un gobierno panista, como lo habían hecho seis años antes; en 2012 ya sabían cómo gobernaba el PAN, y cómo había gobernado. Este conocimiento se tradujo en una importante deserción de votantes por ese partido. No obstante, la elección fue crítica porque la competencia fue bipolar, se desarrolló entre la CPBT de López Obrador y el PAN, mientras que el PRI se colapsó. En juego estaba la continuidad del reformismo liberal que desde finales del siglo XX ha desmantelado al Estado mexicano, y la restauración del Estado jacobino que había fundado la revolución. Es decir, la disputa en 2006 era de mayor trascendencia de lo que habíamos comprendido.
La elección del primero de julio es crítica porque lo que está en juego es, otra vez, el rumbo del país: la disyuntiva entre el país del liberalismo económico y político, y el país del intervencionismo estatal en la economía, en busca de soluciones menos dolorosas y excluyentes que las que se han aplicado hasta ahora. También estamos ante una elección crítica porque así lo sugiere la atmósfera prelectoral. Apenas ahora inician formalmente las campañas electorales, pero la competencia empezó hace meses, incluso antes de que se cumpliera el plazo sexenal. Y todavía no tenemos una noción clara de la oferta partidista o de los programas de los partidos. Sabemos quiénes son los candidatos, pero tenemos una noción muy tenue de qué es lo que se proponen hacer; ni siquiera López Obrador ha sido perfectamente claro respecto a qué hará con las reformas estructurales que forman parte del legado de Vicente Fox.
La movilización política que ha acompañado el inicio de las campañas hasta ahora ha sido modesta, pero todo sugiere que ganará momentum conforme avancen las semanas que nos separan del primero de julio. Esto también quiere decir que nos esperan días de amargos intercambios entre los candidatos; en algunos casos será el tono producto de la convicción, pero en muchos otros será un arma política.
Tal vez una de las mayores preocupaciones es que los candidatos eleven las apuestas y crean que la exacerbación de los antagonismos es una estrategia ganadora. Profundizar las contradicciones ideológicas, acentuar las diferencias de clase, son instrumentos muy socorridos tanto para movilizar al electorado como para realzar la propuesta política. No obstante, la pregunta que tendríamos que hacernos es qué pasa después de la elección, ¿cómo se resuelven las divisiones y las contradicciones?, ¿cómo se rehace un tejido social que ha sido desgarrado por la diferencia política?
La elección del próximo primero de julio es crítica porque cuando haya terminado sabremos si somos capaces de la reconciliación, sabremos si hemos entendido el potencial de conflicto, la semilla de la ruptura, el huevo de la serpiente que anida en el fondo de las urnas electorales.